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miércoles, 27 de julio de 2011

LIBROS DE ANTIGÜEDADES DE ANDALUCÍA / Joaquín Albaicín


LIBROS DE ANTIGÜEDADES DE ANDALUCÍA  
Edición de Asunción Rallo Gruss  
Fundación José Manuel Lara
·...En rigor, la primera noticia referente a ese papel de Hércules en la historia de España me la brindó la lectura, ya en la adolescencia, de Los Toros, la clásica y monumental enciclopedia de José María de Cossío, donde se recoge cómo en el inconsciente colectivo, en la memoria popular, el primer manipulador de toros bravos en España fue Hércules, un “egipciano”..."

 Joaquín Albaicín
 Escritor y cronista

  Anticuario no es sólo el marchante de bargueños. De acuerdo con otro sentido de la palabra, anticuario es también el cultor de un determinado género histórico-literario “hasta ahora muy poco conocido, hasta el extremo de que todavía no tiene un corpus establecido”: el de los Libros de Antigüedades, variedad de ensayo muy cultivada en los siglos XVI y XVII y del que esta miscelánea, precedida por un excelente estudio de Asunción Rallo Gruss, constituye quizá “la primera aportación global y sistemática para el establecimiento del género”, un conjunto de obras que invocan como autoridades la Historia General de España del Padre Mariana, a San Isidoro, la General Estoria de Alfonso X… pero también a Homero, los libros de viajes de los clásicos (Filóstrato, Estrabón) y las hagiografías, además de los milagros de la Virgen.

  El perfil de los autores parece haberse ajustado al de un hombre con bagaje de estudios humanísticos o en teología, por lo general con un cargo eclesiástico o municipal y, a veces, dramaturgo o poeta. Patrocinado por un mecenas y llevado del propósito de enaltecer la propia ciudad, el anticuario perseguía, a partir de la observación directa del terreno y del descubrimiento de monedas, lápidas, frisos, columnas, estatuas, ruinas y otras “antiguallas”, la reconstrucción del escenario de las “antigüedades” (entendidas éstas como las hazañas, gestos y hechos gloriosos de los hombres del pasado) y su vinculación espiritual e íntima a la historia y el destino de la actual urbe. Se trataba, pues, de “dignificarla desde sus orígenes y contemplarla en sus grandezas presentes”.

  Así, en virtud de escritos como los de Francisco Bermúdez de Pedraza, Pedro de Medina, Pablo Espinosa de los Monteros, Agustín de Horozco y otros,  Córdoba, Cádiz, Sevilla, Barbate, Utrera… eran reivindicadas como fundadas por Hércules, o como patria de los Reyes Magos, o como guardianas de la tumba de Gerión[1]. El famoso templo y la contigua tumba de Hércules estuvieron, dependiendo de qué anticuario, en Tarifa, Cádiz, Algeciras, Almuñécar –donde se descubrió la tumba de un gigante egipcio- o Sancti Petri. La antigua Betis alzóse en el solar de la actual Baeza. Jerusalén, en Antequera o Granada. Y los Campos Elíseos, en Ronda.

  En la década de 1970, los temarios de historia de España ya no incluían, que yo recuerde, ninguna referencia a Hércules, Osiris, Gerión, Hispán o Túbal… pese a ser Hércules el fundador mítico de España y guardar los otros personajes citados una estrecha relación con él (Hispán fue nieto de Hércules, y Osiris y Gerión protagonizaron la primera batalla conocida en la Península Ibérica). 
Los manuales se detenían algo –poco- en Viriato y Numancia antes de saltar bruscamente a Don Pelayo y el inicio de la Reconquista. Quizá porque la escritura ibera nunca ha sido descifrada, todo lo anterior a la llegada de los romanos se sobreentendía como un batiburrillo de hechos fabulosos sin importancia histórica alguna. 
En rigor, la primera noticia referente a ese papel de Hércules en la historia de España me la brindó la lectura, ya en la adolescencia, de Los Toros, la clásica y monumental enciclopedia de José María de Cossío, donde se recoge cómo en el inconsciente colectivo, en la memoria popular, el primer manipulador de toros bravos en España fue Hércules, un “egipciano”
Mi memoria, en fin, no guarda ninguna alusión por mis profesores a la pavorosa sequía que –en tiempos de Tarquino El Soberbio, último rey de Roma- asoló la Península durante veintiséis años, obligando a todos sus habitantes a dejarla despoblada, ni a cómo Noé vino a España a visitar a su nieto Túbal, ni a la invasión de la Península por los babilonios. Tampoco, a cómo el romancero atribuyó la caída de España en manos del Islam a la desobediencia a la voluntad de Hércules por Don Rodrigo.

  Quizá, como señala Rallo Gruss, exista un fuerte componente de fantasía en muchas de estas afirmaciones. No obstante, y sin arrogarnos una cualificación académica de la que carecemos, no creemos defendible de oficio la atribución de nulo valor histórico a esta clase de obras, que, por cierto, recientemente han inspirado también, en cierta medida, un libro de tan notable poder evocatorio como El Reino del Ocaso, de Jon Juaristi, y, en muchos respectos, son las únicas que pueden rellenar en parte los vacíos señalados. No se entiende muy bien por qué, por ejemplo, San Isidoro de Sevilla, quien, con mayor o menor fidelidad, no dejaba –al fin y al cabo- de seguir una tradición viva, no podría ser considerado una autoridad en historia, cuando se concede sin pestañear tal rango a paleoantropólogos que, a partir de un fragmento de molar, supuestamente “reconstruyen” toda una era prehistórica en base a poquísimo más que delirantes especulaciones.

  Estos libros hallaron aún un espléndido epígono en el último cuarto del siglo XIX, con los estudios histórico-mitológicos de Moreau de Jonnés. Los autores de los Libros de Antigüedades estudiados por Asunción Rallo Gruss se habrían quedado de piedra, sospecho, de haber podido leer que, según Moreau, Tartessos no estuvo ni en Sevilla, ni en Cádiz, sino… ¡en el mar de Azov!

JOAQUÍN ALBAICÍN
Altar Mayor nº 142, Jul-Ag 2011
 

[1] Padre Juan de Mariana: “El primero que podemos contar entre los Reyes de España, por ser muy celebrado en los libros de Griegos y Latinos, es Gerión; el cual vino de otra parte a España, lo que da a entender el nombre de Gerión, que en lengua Caldea significa peregrino y extranjero” (Historia General de España, D. Joaquín de Ibarra, Impresor de Cámara de Su Majestad - Madrid, 1780).

sábado, 23 de julio de 2011

Manuel Chaves Nogales, entre los flecos de la Santa Rusia / Por Joaquín Albaicín




”…MI ÚNICA POSIBILIDAD DE INMORTALIDAD”

Manuel Chaves Nogales, entre los flecos de la Santa Rusia 
 
JOAQUÍN ALBAICÍN[1]

Altar Mayor nº 142, Jul-Ag 2011

Hijo de esa generación conmocionada en sus años mozos por la guerra de Marruecos y la muerte de Joselito, Manuel Chaves Nogales (1897-1944) formó parte del nutrido reparto de perfiles literarios, políticos y bohemios cuyos actores jugaron sus cartas en el Madrid que, tras el derribo por la piqueta de la Casa delPecado Mortal, acababa de ver nacer a la Gran Vía: el Madrid que diera la bienvenida a Miguel Hernández como redactor de fichas para el Cossío, el de los galanteos de César González Ruano en Bakanik, el de la faena de Chicuelo a Corchaíto, la tertulia de José Antonio en La Ballena Alegre, los dimes y diretes en los veladores del Suizo y el Regina, las verónicas de Cagancho, los chatos de vino de Cañabate, las conferencias del Conde Keyserling, los bailes en la Bombilla, los trincherazos de Domingo Ortega, las caricaturas de Bagaría –ejemplar de la fauna sobre cuya existencia me alumbró hace no mucho Chimo Bustamante- y los domingos en la Casa de Fieras del Retiro. Un Madrid con mucho poeta, mucho pistolero, mucha vicetiple y mucha afición a la lidia. Un Madrid muy inocente y también con mucha guasa.

El tiempo no siempre perdona. Mucho menos dejan las apuestas perdidas de cobrarse el débito. Por ambos motivos, los escritos de Manuel Chaves Nogales, un día director del diario Ahora y reportero de primerísima fila, respiran en su mayor parte, desde hace décadas, en una suerte de tierra de nadie apenas frecuentada por lectores, editores o libreros. Ello es efecto, sin duda, de su doble exilio (a nuestro hombre, que no estaba por la labor de manejar su pluma en un clima de entusiasmos obligados cuyo advenimiento presentía cercano, tampoco le apetecía, y lo creo comprensible, terminar sus días en una cheka socialista y, allá hacia finales de 1936, tomó un avión a Londres). Pero esa escasa popularidad póstuma de casi todos sus libros es imputable también al eclipse proyectado sobre ellos por su Juan Belmonte, matador de toros. Se pronuncia el nombre de Miguel de Cervantes, y nadie piensa en Los baños de Argel. Pues lo mismo sucede con Chaves Nogales: que a nadie le viene a la cabeza un título de su obra distinto de su biografía novelada de Juan.

Y sí, quizá Juan Belmonte, matador de toros fuera, durante toda la época de Franco, el título suyo más apto para medio mantener con un pie fuera de los infiernos literarios a una pluma que, si bien había renegado de la República, también había mostrado a las claras su desafecto al nuevo régimen. Para cuando llegó ese deshielo editorial del que fuera paradigmático exponente la trilogía de Gironella y del que podría haberse beneficiado, Chaves Nogales yacía desde hacía muchos años en una sepultura londinense permanentemente acariciada por la niebla. Su nombre se había olvidado y, con él, los libros reseñables en su bagaje.

Con excepción del antedicho, todos los demás salidos de su pluma flotan, ya decimos, en ese limbo, que, en su caso, quizá sea el Paraíso de los libros muertos antes de tiempo y que aguardan entre sus parterres, riachuelos y frutales el agotamiento del peso kármico de las acciones propias y ajenas antes de renacer en un mundo editorial más favorable. Recientemente, sí, hemos celebrado la reedición de sus relatos, de sus crónicas de la ocupación de Francia por la Wehrmacht, de una novela… Se asiste, pues, a un progresivo desenterramiento de su memoria y su obra, pero conducido –debe decirse- sin entusiasmo alguno, con mucha timidez, todo muy sotto voce, fundamentalmente porque la burocracia cultural andaluza no ha perdonado aún a Chaves ni su implacable crítica a los mitos de pega del socialcomunismo que la alimenta ni su declarada repugnancia por los métodos con que era administrada la “justicia del pueblo”. Tan comedido es ese salvamento de su figura de las aguas del Leteo, que empezaba a creer ser la única persona viva en la Tierra que había leído o tenía noticias de la existencia de Lo que ha quedado del Imperio de los Zares, un manuscrito en el que Chaves recogió sus encuentros con los principales personajes de la Rusia blanca, es decir, de la población rusa obligada a emigrar tras la consolidación de la revolución bolchevique, y del que, para mi consternación, ninguna mención era nunca deslizada en los artículos o reseñas celebrantes de las reediciones.

Yo había llegado a saber del libro un poco por tenacidad. Llevaba ya mucho tiempo enfrascado en mi investigación sobre el misterio de la Gran Duquesa Anastasia y me preguntaba dónde diantres sería posible dar con un ejemplar de esa obra un día publicada por entregas en Ahora y en cuyas páginas, a buen seguro, ocupaban un lugar de honor bastantes personajes cuyas andanzas públicas y privadas me eran ya más que familiares. En estas, cuando empezaba ya a venerarlo como uno de esos libros misteriosos que, a decir de Nostradamus, serán descubiertos al acercarse el Fin de los Tiempos[2], una mañana restallante de sol, en uno de los puestos de la Cuesta de Moyano madrileña, bajos cuyos montones de papel, de cuando en cuando, solían asomar –crujientes, castigados y polvorientos- números de Ahora, me topé con un ejemplar envuelto en plástico de la primera edición[3]. Me costó mil pesetas. Carecía de cubiertas, pero conservaba en su primera página una dedicatoria de puño y letra del autor: “A Emiliano Bonal, mi única posibilidad de inmortalidad. Chaves”. Este Bonal, averigüé después, fue un reputado escultor –obviamente, amigo o asiduo de Chaves- y militante destacado del Partido Socialista, que moriría combatiendo en la guerra civil en noviembre de 1936, ignoro si cuando el firmante de la dedicatoria ya había optado por el camino del exilio o antes

Puesto que nunca jamás, pese a mis frecuentes y largos paseos por las mesas de los tenderetes de los libreros de lance, me había encontrado ni volví a encontrarme con otro ejemplar, ni con tapas ni sin ellas, me he preguntado a menudo si la mayor parte de la edición no desaparecería, quizá, consumida por los fuegos iracundos de la retaguardia madrileña, como sucedió con un libro de ensayos taurinos de Clarito. No era un libro, en efecto, para tener en la biblioteca de casa cuando tocara a la puerta la Brigada del Amanecer. Ese o La tournée de Dios, de Jardiel Poncela, podían resultar fatales para la continuidad vital del organismo.

El caso es que no, no soy la única persona viva en la Tierra al tanto de la existencia de Lo que ha quedado del Imperio de los Zares. También –ignoro por qué extraños vericuetos- sabía de ella María Isabel Cintas, que ha prologado el cuidado rescate de la obra por la editorial sevillana Renacimiento, en su colección Biblioteca de la Memoria (cuyos responsables –se me ocurre- bien podrían también plantearse el rescate del antedicho libro de Clarito). Ocupa la portada un retrato de Nicolás II y su familia, estampa clásica que ya figurara en la portada del libro de Kerensky sobre el regicidio y, también, en el sello de correos dedicado a la memoria del último Zar por la Rusia post-soviética.

Las páginas debidas a Chaves Nogales, ilustradas con fotografías que ya en la época eran sepia, constituyen la reactualización del mundo de la emigración rusa, es decir, de una sociedad desaparecida y asimismo autoalimentada a base de cucharadas de nostalgia por –en palabras del Príncipe Yusupov- “el esplendor perdido”, esplendor a su vez sepultado por la historia y del que los bocheviques se afanaban por reducir a polvo incluso sus mismos cimientos.

A su paso por villas campestres, lúgubres cuartos de pensión alumbrados por la lamparilla ante el icono, despachos con paredes manchadas de humedad, cocinas con olor a sopa de remolacha, casinos, salones de baile, restaurantes e instituciones benéficas, Chaves nos resume sus encuentros –hoy, ya espectrales- con los más prominentes bustos de la emigración afincados en París: el Gran Duque Cirilo, el general Miller, el Metropolita Eulogio, Kerensky, estrellas de la escena como Matilde Kssessinskaya o la Balachova… Nos da cuenta, en fin, de la suerte corrida por quienes encarnaban a su modo de ver un nuevo prototipo de Judío Errante: la aristocracia, los militares, los artistas de las zapatillas o la pluma, los hombres de Estado ayer todopoderosos y, para entonces, contando los francos para el menú en un bistró… Deteniéndose en especial en el caso Anastasia, la caída del Kerensky traicionado por los ingleses, el asesinato de Rasputín y el enfrentamiento del Patriarca Tikhon con el gobierno bolchevique, y recreándose en episodios como el de la “ocupación” por Isadora Duncan del palacio de la Balachova. Es, sí, esa emigración un tanto tópica retratada en Anastasia, de Anatole Litvak, o La Condesa Alexandra, de Korda: Yul Brynner entonando canciones gitanas en su restaurante, Marlene Dietrich y Robert Donat tomando con lo puesto el tren hacia la libertad, Charles Boyer y Claudette Colbert empleados como mayordomos en Tovarich… Generales y condes que conducen taxis, cargan con las maletas de los turistas o, ataviados a la usanza cosaca, abren la puerta y se inclinan ante los clientes de los cabarets… Esa con la que se encontrara Ninotchka en París.

Sería mucho pedir que la gente, que se ha olvidado ya de Litvinenko, el espía ruso envenenado hace nada en Londres con polonio, supiera quién fue el general Kutyepov, cuyo rapto por agentes soviéticos en el centro de la capital francesa llenó durante años páginas y páginas de los periódicos de todo el mundo e inspiró hace no mucho Triple agente, una película de Eric Rohmer que –sospecho- no habrá visto casi nadie. Pero creo que no lo será tanto pedir encarecidamente la lectura de este libro, tan facilísimamente escrito, y no sólo por sus valores intrínsecos, que son muchos, sino también por no hacer oídos sordos a la apelación a la posteridad formulada por su autor, que lo consideraba su “única posibilidad de inmortalidad”. Estaba equivocado, por supuesto, pues sobre sus bazas en esa partida ha demostrado tener mucho que decir Juan Belmonte, matador de toros, y, de no haber sido así, nunca habría dejado de estar ahí el Altísimo para ejercer Sus exclusivos derechos. Pero leer este libro no deja de ser poco menos que encender una vela por el alma de Manuel Chaves Nogales, lo cual nunca está de más, ni siquiera creyendo –como creemos- que hace mucho que disfruta de la vida eterna.

¿No sabe lo que fue del Imperio de los Zares? Es su ocasión de llenar esa laguna.

[1] JOAQUÍN ALBAICÍN es escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, autor de –entre otras obras- En pos del Sol: los gitanos en la historia, el mito y la leyenda (Obelisco), La serpiente terrenal (Anagrama) y Diario de un paulista (El Europeo).

[2] Concretamente, en Suabia, donde, según una profecía considerada el testamento de Paracelso, será descubierto en vísperas de la llegada del Gran Monarca un tesoro en joyas y libros maravillosos.

[3] Estampa (Madrid, 1931).

jueves, 14 de julio de 2011

Miguel Loreto, Julio Aparicio, Dalí / Por Joaquín Albaicín


Miguel Loreto, Julio Aparicio, Dalí
Joaquín Albaicín
Escritor y cronista

 La vida estival va transcurriendo, en Sevilla, entre huevos rotos y solomillos vuelta y vuelta en “Volapié”, cantes por bulerías a pelo de Antonio “El Marsellés” y homenajes a Miguel Loreto, un cofrade para el recuerdo, una leyenda entre costaleros, nazarenos y armados al que amigos y admiradores están agasajando por doquier a cuento de su despedida como capataz del Cristo de la Sentencia, después de treinta y tres años al mando del paso. “O se le quiere, o se le odia”, dice su sobrino Rafael. Pasa lo mismo con el toreo de su pariente, Julio Aparicio.

Yo ya tenía el artículo conmemorativo de su adiós no tanto como preparado, pero sí más o menos en gestación, desde que vi entrar en La Campana el paso de “La Borriquita” y me acordé de que la palmera, que protege del rigor solar a Jesús, es el habitáculo tradicional del Ave Fénix. Ya me venían las ideas, las frases, los floreos a la cabeza: Miguel lleva el paso de “La Sentencia”, y una sentencia iba a ser cada uno de los muletazos de Julio a los de Cuvillo. La ovación de gala a Miguel en La Campana iba a fundirse en la historia con la recibida por Julio en la boca de riego de la Maestranza. Julio iba a resurgir como el Ave Fénix, y todo eso… Que no son, perdónenme que les diga, recursos baratos ni facilotes, porque hay que saber un poco de mitología celeste y terrena, es decir, de cosas acerca de las cuales casi todo el mundo —y discúlpenme otra vez- está pez. Que hay que estar puesto, vamos.

Pero vino la lluvia a cargarse la Semana Santa y, con ella, la despedida formal de Miguel, como los aires de la plaza -poco después- a postergar la nueva entrada en Jerusalén y el renacimiento de de Julio de sus propias cenizas. Si nunca llueve a gusto de todos, esta Semana Santa el agua no cayó al de casi nadie.

Pero la vida está hilada también con los hechos llevados a cabo en el mundo de la imaginación y de los sueños, tan reales o más que los reseñados por los anuarios y estadísticas de la vida cotidiana oficial. Salvador Dalí señaló un día, entre sus obras nunca realizadas, su pensamiento de arrojar a Gala al vacío desde lo alto de la catedral de Toledo. Por lo que fuera, nunca llegó a consumar aquella su obra maestra. No sabemos de qué habría muerto la tarotista y ninfómana rusa, si por el impacto físico contra el polvo toledano o por el éxtasis del impacto artístico.
De cualquier modo, ni para decir adiós ni para resucitar hace falta ni a Miguel ni a Julio lanzarse al abismo desde las amuras de ninguna catedral. Algo de la propia naturaleza de la catedral, del vértigo y del impacto reside permanentemente en ellos y en sus silencios, como en todos los individuos que, sin pretenderlo, encarnan en sus personas y despiden en cada uno de sus gestos el alma eterna de una calle, un templo, un arte o una fe. ¡Ay de aquellos no predestinados, ya desde antes de su concepción y hasta milenios después de haber muerto, para palpitar al unísono con el corazón sutil de los lugares que les vieron nacer, llorar, amar, triunfar, caer y volver a levantarse!

Después de haber sido testigo de cómo Manzanares ha sido capaz de devolvernos la suerte de matar a recibir, no me cabe la menor duda de que la recuperación del Códice Calixtino o la próxima faena para la historia de Julio Aparicio son mera cuestión de tiempo. En cuanto a Miguel Loreto, abandonados ya los trastos de capataz, yo le visualizo apoderando a algún torero. ¿Por qué no? Miguel Loreto, que no en vano viene de familia de marisqueros, como “El Pipo”, bien podría hacer con Curro “Chicuelo” u otra joven promesa lo que aquel hizo con “El Cordobés”. Cosas que se le ocurren a uno, sí. Pero es que, de una manera u otra, hay que estar en el lío.
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El Imparcial.es

domingo, 19 de junio de 2011

Medallas de oro / Por Joaquín Albaicín

Estocada recibiendo de Manzanares al toro de Cuvillo en Las Ventas el 18 de Mayo
/Fotografía: Álvaro García-El Pais.com/

Medallas de oro

Joaquín Albaicín
Contra lo que pronosticaba Harold Camping, el mundo no se acabó el pasado día 21. La verdad, si no advino el Apocalipsis con la estocada propinada el 18 por Manzanares al de Cuvillo, difícilmente iba a suceder cuando se daba una de rejones. Aunque fuera con Pablo Hermoso, una de rejones no era cartel para el Fin del Mundo, reconózcase.

Pero, si no se abrió el Séptimo Sello, mucho me temo —y me congratulo por ello- que Manzanares va a poner a todo el escalafón a practicar con el carretón la suerte de recibir, en cuya ejecución ha adquirido en muy corto tiempo una personalidad, una vibración y una maestría de las que adjudican a uno un puesto cimero en la historia del arte.

La víspera de su triunfo, me había cantado ya Curro Roldán, en la barra de “Volapié”, las excelencias de una estocada suya a recibir que había puesto boca abajo la plaza de Jerez. Le había visto también intentarla —un gran pinchazo- en Castellón. Y a su primer toro de Madrid le había asimismo despenado esperándolo a pie firme, como se cuenta que lo esperaban “Cagancho”, “Fortuna” o Villalta en sus jornadas de gloria. La sensación vivida por el amante de la lidia fue de un gozo indescriptible.

Y es que, durante muchísimos años, la suerte de recibir ha constituido poco más que un ocasional y rarísimo gesto de torería signado por el aura de lo ancestral, un puntualísimo y simbólico homenaje épico a otras épocas, un mero guiño al pasado… y un gesto y un guiño por lo general reducidos a conato, pues solían quedar en la buena voluntad empeñada, es decir, en un pinchazo bien señalado. La suerte de recibir era, pues, como una ensoñación súbita e infrecuente que invitaba al aficionado a imaginar, a remontarse a días del toreo conocidos sólo por lecturas u oídas: los días de “Frascuelo”, de “Algabeño” padre, “Guerrita”, de “Cagancho”… Pero auguro que, a partir de ahora, gracias sobre todo a Manzanares, y también al estoconazo recetado por Talavante la víspera del día de autos, esta suerte de elegidos va a volver a la estricta observancia, al catón de uso diario de los coletas.

Sería, repito, para celebrarlo. Bien ejecutada, la suerte de recibir es una de las más hermosas y emocionantes del arte de la lidia La estocada de Manzanares en los medios al toro de Cuvillo quedará en mi memoria de aficionado, por la letal templanza con que la realizó, por su honda belleza, por su negra rotundidad, como uno de los momentos supremos presenciados en una plaza de toros, y quiero decir que la considero de por sí, más allá de edades, trayectorias, conveniencias, abolengos y listas de espera, merecedora ya de una Medalla de Oro de las Bellas Artes.

Las próximas, creo que ya están dadas. Entre las concedidas este año por el consejo de ministros, se cuenta la otorgada a título póstumo a Pepín Martín Vázquez. Tarde llega. Todos los espadas y aficionados de su generación y de todas las siguientes eran unánimes en considerarle un gran torero. Pero más vale tarde que nunca. Otra Medalla de Oro muy merecida: la que será prendida este año en la pechera del Club de Música y Jazz del Colegio Mayor San Juan Evangelista. Por su escenario han pasado muchos grandes del jazz, y casi todos los del flamenco. En nuestro corazón se agolpan los hálitos, pálpitos y ayes de tantas noches de “Camarón”, “Rancapino”, Jerónimo Maya, “Pansequito”, Aurora Vargas, Morente… Inolvidable para mí, por ejemplo, la primera vez que, desde su escenario, nos deslumbró el cante de “Duquende” (aquella noche, formando filas en el grupo de “Tomatito”).

Pero hay que ir anticipándose, tomando nota para próximas entregas. No pinto nada en esto ni nadie va a preguntarme, pero no quiero dejar de manifestar mi convicción de que, si hay alguien que, en este preciso momento, sea acreedor a una Medalla de Oro de las Bellas Artes, ese es José María Manzanares. Por esa estocada, sí señor. Una estocada propinada en vísperas del Fin del Mundo y con una espada como templada en las fraguas del Arcángel San Miguel. Una estampa digna de ser incorporada a los muros de Altamira para ilustración espiritual de las humanidades futuras.

Una pena que carezca uno de autoridad para coronar estas líneas como remata los edictos Yul Brynner en “Los Diez Mandamientos”: “Que así se escriba, y así se cumpla”…
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miércoles, 27 de abril de 2011

LIBRO: LA ORDEN DE CABALLERÍA y LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA


LA ORDEN DE CABALLERÍA y
LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA

Anónimo / Ramón Llull
Edición de Javier Martín Lalanda
Editorial Siruela, 2009
Joaquín Albaicín

Altar Mayor
  El fracaso de Orson Welles, que en veinte años no consiguió concitar los apoyos logísticos necesarios para culminar su película sobre Don Quijote, o el posterior –y por partida doble- de Terry Gilliam, cuyas naves quedaron encalladas entre Navarra y Madrid sin que nadie haya podido todavía reflotarlas, constituyen la perfecta metáfora de lo poco que tienen en común la caballería y el mundo moderno. Si el caballero se desvivía por socorrer a viudas y huérfanos, el triunfador moderno vive de esquilmar a las primeras y, si puede, violar a los segundos y colgar luego sus fotos desnudos en la Red. Si el caballero defendía la fe, el triunfador moderno la pisotea y escarnia en nombre de la felicidad y el progreso. Si el caballero aspiraba a restaurar las condiciones edénicas propias de la Edad de Oro, el triunfador moderno no persigue sino la eliminación de su recuerdo.

  Resulta llamativo, por tanto, que los preceptos contenidos en estas dos obras escritas en el siglo XIII por mano anónima (pues no está nada claro que muchos de los escritos atribuidos al beato mallorquín Ramón Llull se deban realmente a su pluma) suenen a nuestros oídos tan lejanos y, al tiempo… tan familiares y oportunos. Y es que, en un mundo gobernado y adoctrinado por villanos, urge que no se pierda del todo en el vacío la voz del caballero (preferiblemente, andante).

  Conocíamos ya a Javier Martín Lalanda en su calidad de comentarista y traductor tanto de la Carta del Preste Juan y de La comunidad secreta (una obra sobre las tradiciones referentes a las hadas y demás elementales recopiladas en Escocia en el siglo XVII) como por su traslado al castellano de uno de los títulos emblemáticas del catálogo de Siruela: la biografía de Aleister Crowley debida a John Symonds. El primero de los dos tratados incluidos en este volumen, atribuido a Hugo de Tabaría (o de Tiberíades), es un poema en francés antiguo en el que el caballero cautivo explica a Saladino los fundamentos de la caballería cristiana. En la segunda, un anciano caballero, que desde hace años vive retirado en el bosque, alecciona a un escudero que aspira a ser ordenado sobre los orígenes de la caballería, sus objetivos y sus rituales.

  A fuer de brindarnos una espléndida traducción, Martín Lalanda se extiende en oportunos comentarios sobre instituciones como las de los adalides (ordenados por el rey mientras sus compañeros los levantaban con un escudo) y los almocadenes (que recibían su rango mientras se sostenían de pie, en equilibrio, sobre dos lanzas). O acerca de las raíces de la caballería, que, según las propias fuentes caballerescas, se remontaría a Zac 7, 9-10 y Ef 6, 11-17, y, según aventura Lalanda, a la mitología hindú sobre la muerte del dragón Vritra a manos de Indra y, en particular, a la del mismo dragón a manos de Mitra en las leyendas persas. Es, en efecto, el mundo de las sociedades guerreras que rendían culto a Mitra, cuyas filas rápidamente engrosaron los legionarios romanos, uno de los veneros en que conviene hundir los labios para indagar en los orígenes de la tradición de que terminaran por surgir Arturo, Rolando o El Cid. Sumamente apreciables son sus observaciones sobre la influencia en la obra de Llull del discurso de la Dama del Lago en el Lanzarote en prosa, así como las correspondencias que establece a propósito de los tres colores –negro, blanco y rojo- de la vestidura caballeresca y que, en nuestra modesta opinión, cabría extender hasta el mundo del hermetismo, por cuanto los antedichos colores son los mismos de las distintas etapas de la Gran Obra.

  Es asimismo interesante el debate que propiciarían sus reflexiones acerca de si los acentos puestos por Llull en la necesidad de que el sacerdote ocupe en lugar preeminente en la investidura caballeresca supondrían una tergiversación del ritual. Toda vez que se subraya la obligatoriedad de que los reyes posean la dignidad caballeresca, y que éstos son coronados por la autoridad espiritual, y teniendo en cuenta la ausencia de fuentes escritas tan antiguas como quisiéramos, podría también tratarse de una rectificación necesaria, de un retorno a los orígenes de la institución en lucha contra su decadencia. Y pensamos, por ejemplo, en el dato de que almocadén parece inequívocamente proceder del vocablo árabe al moqqadem, que designa en árabe el rango de quien, en una cofradía sufí, transmite la iniciación y dirige los rituales (de donde cabe preguntarse si no habrá ahí vestigios de una ordenación caballeresca más vinculada que las otras al orden sacerdotal y una vía de investigación que podría arrojar luz sobre las palabras del Infante Don Juan Manuel, quien concebía la caballería como una orden “a manera de sacramento”).
  Comentario aparte merece el jugoso ensayo de Martín Lalanda sobre San Jorge, incorporado como apéndice. Por razones cuyos trasfondos mejor es ni imaginar, voces de la Iglesia se alzan insistentemente desde hace años para apear del santoral católico tanto a San Jorge como a los Siete Durmientes, y sólo por ello habría ya razones dobles para aplaudir la aparición de este texto, en el que las conexiones trazadas hasta el mito persa son tan certeras como arduas de refutar.
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Comentarios:
La Orden de Caballería yel Libro de la Orden de Caballería

martes, 15 de marzo de 2011

El toro de Berrocal / Por Joaquín Albaicín



El toro de Berrocal

Por Joaquín Albaicín
escritor y aficionado

La prensa taurina del no tan remoto pretérito constituye para mí una inagotable fuente de sorpresas, en particular si pensamos en El Ruedo de la época en que lo dirigía Vizcaíno Casas. Me planto ante un lote de números sueltos de 1975 y me encuentro –así, de sopetón- en portada, a toda página, con Telly Savalas en tanga. ¡Para que motejen al mundo de los toros de rancio, mojigato y cierra España! No me imagino 6 Toros 6, Aplausos o Siglos de Toros con Falete o Schwarzenegger luciendo palmito en la portada… Dentro, en la entrevista que le hacen, se descubre todo: ese señor del tanga azul marino no es Kojak, sino un aficionado calvo que se le parece y que un día quiso ser torero… Bueno, pues aclarado. Empuñamos otro número de 1976, y lo primero que se aprecia es, lógicamente, lo mucho que ha cambiado el mapa taurino: entrevista con Mariví Romero, tentadero de El Viti, orejas para Palomo y José Fuentes… Hasta toparnos con una información totalmente surrealista: “El Ruedo regala un toro bravo ¡vivo! Envié este cupón (con la respuesta correcta, naturalmente)”

  Para participar en el sorteo y poder ganar un toro de José Luis Martín Berrocal, nada más había que responder cuatro preguntas (en este número se especificaba la tercera: “La ganadería de don José Luis Martín Berrocal pasta en el término municipal de Cantillana, provincia de Sevilla. ¿Cómo se denomina la finca?”). En el anuncio se detalla el pelaje del toro (negro zaíno), su edad (cuatro años) y su peso (cuatrocientos sesenta y dos kilos, que, en el momento de la entrega al afortunado, serían unos quinientos). También, que el ganador se comprometía a no sacrificarlo en ningún matadero. Y se sugerían los posibles destinos: ponerse de acuerdo con el dueño de una vaca brava a fin de fundar una ganadería, o vender el toro para semental, o a un matador o novillero caninos, o para su lidia y muerte a estoque en un festival, o como sobrero en una corrida. Lo más cómodo y atractivo era que: “El lector afortunado con el toro bravo vivo lo recibirá en su domicilio con toda la documentación correspondiente”. Ni un duro de gastos en transporte. Más facilidades, imposible.

  Ya no se hacen campañas de promoción de la Fiesta de este corte. Yo no sé si esto de rifar y regalar un toro bravo sería hoy posible, cuando, para algo tan intrascendente como ordeñar una vaca lechera en tu terreno, creo que has de sortear infinidad de trámites, recelos y vigilancias ciudadanas. Además, sospecho que el sorteo levantaría de inmediato una insufrible presión mediática a propósito de qué coño iba a hacer un cavernícola al que gustan los toros con ese inocente astado, sin que nadie, obviamente, alzara la voz para preguntarse por los problemas del honrado oficinista que una mañana, de buenas a primeras, se encontrara con que una mensajería había depositado en el portal de su casa en Claudio Coello un cajón de transporte de ganado conteniendo un toro de Berrocal. Y, antes, los conserjes tenían la vivienda al lado de la portería. Imagínense la de vueltas que iban a dar por las noches, en la cama, ese buen hombre y su mujer, y cómo les bombearía el corazón, por las mañanas, en el momento de ir a dar forraje al toro del señorito del tercero derecha. ¿Qué decir del cartero o del cobrador de la luz?

  Eso es para haberlo vivido. No he localizado los números de El Ruedo siguientes a éste, por lo que se me ha despertado la curiosidad de en qué quedó aquello del toro de Berrocal. ¿Le tocó a alguien? ¿Lo llevaron a casa del ganador? ¿Llegó el toro a ser lidiado? ¿Fue manso? ¿Bravo? ¿Le cortó las orejas Manuel Amador? ¿Trajo por la calle de la amargura a Ángel Teruel? ¿Lo indultaron? ¿En Cifuentes? ¿En Jerez? ¿Lo mató a tiros la guardia civil, en el portal del agraciado, cuando intentaba abandonar a cornadas el cajón?

  Lo dicho: eso eran verdaderas estrategias de promoción de la Fiesta y, lo demás, zarandajas.

sábado, 26 de febrero de 2011

¿España o Transilvania? (Viaje al reino de Zapatero) / Joaquín Albaicin

 ¿España o Transilvania? 

(Viaje al reino de Zapatero)


Joaquín Albaicín / Escritor y cronista

Aquí, los espacios son públicos o privados dependiendo de si quien los ocupa es socialista o no. Viene esta reflexión a cuento de que la mayoría de las chicas musulmanas suelen asistir al colegio luciendo un pañuelo en la cabeza, y la tipificación de esa conducta como un incalificable escándalo y una intolerable provocación es algo que parece ser perseguido con tan especial ahínco que, cualquier día de estos, acaso la veamos introducida en la legislación española. El resultado será que, si soy musulmán y mi hija no va al colegio con el pelo suelto, estaré cometiendo -o incitándola a cometer- un delito o una falta grave. Así, sin comerlo ni beberlo. Las hijas del presidente del gobierno, en cambio, pueden asistir a clase -e, incluso, a una recepción del máximo mandatario de los Estados Unidos- disfrazada una de fantasma y otra de vampiro, y no pasa nada. Lo que hagan las hijas del presidente en un espacio público no deja de ser, al parecer, algo perteneciente a todos los efectos a la esfera privada, en lo que nadie debe inmiscuirse y que, además, supone un loable reconocimiento a las libertades conquistadas por los muertos vivientes de Transilvania. En realidad, sería absurdo esperar otra cosa, cuando su padre, que se supone que no tiene dieciséis ni dieciocho años ni gasta pintalabios morado, se permite saltarse la asistencia a una misa oficiada por S. S. Benedicto XVI sin que ello, por supuesto, deba dar lugar a lecturas sesgadas que interpreten dicha ausencia como una falta de respeto a otro Jefe de Estado.

Pese a comprender y respetar la renuencia de las familias de vampiros a pisar suelo sagrado, uno -pues lo cortés no quita lo valiente- se siente tentado de sentenciar que cada cual debería preocuparse de enseñar a vestir a sus propios hijos antes de entremeterse en los atavíos de los de los demás, pero claro, vaya usted a saber si semejante afirmación no será ya constitutiva de delito. Lo mismo, la frase me cuesta un año de condena a trabajos sociales en un taller feminista o en una ONG destacada en los Cárpatos, allá donde tanto se sigue venerando la memoria del compañero Vlad Dracul.

De hecho, incluso hay gente con las entendederas tan atoradas que considera el antedicho asunto del pañuelo un problema “musulmán” (y un problema, esto es lo mejor, suscitado por la propia víctima: la bala, claro, no tiene la culpa de que el muerto se cruzara en su camino). Ni siquiera asistir a la retirada de los crucifijos en los colegios les ha abierto los ojos a la realidad de que también van a por ellos, de que también ellos son “provocadores”, de que la persecución del pañuelo islámico, la retirada de los crucifijos, la desaparición de las corridas de toros en la televisión pública, la aprobación del “matrimonio” entre homosexuales y el bombardeo mediático a los televidentes con la narración serializada de todo tipo de marranadas y el seguimiento de disputas entre gente con la picha hecha un lío no constituyen sino movimientos tácticos de una misma pinza ofensiva.

Entre la discutibilísima cualificación de los gobernantes para ejercer las responsabilidades propias de su cargo y la sumisa bovinez de la gente, a nadie puede escapársele que a un artista, para medio sobrevivir en la España de Zapatero, no le queda otra que fingir ser tonto de baba. Esto ya ha sucedido en otros pagos: o se pasa por el aro y se ofrece la yugular al vampiro, o al ostracismo. No está mal, hombre, eso del ostracismo: en otros tiempos, se podía acabar —en el mejor de los casos- en un educativo gulag, tenemos que dar gracias a los socialistas por su generosidad, por ese Gran Salto Adelante que han dado. Al fin y al cabo, en la Transición podían haber dado el de Mao y han dado sólo el de Miau… De cualquier modo, uno barrunta y respira un poco por todas partes la existencia de un proyecto cada día menos disimulado de reactualizar aquellos modelos sociales en los que, por ley, los oficios religiosos habían de concluir antes de las ocho y media de la mañana, a fin de no “perturbar” la “vida normal” de “la sociedad”.

Confieso no estar ya seguro de vivir en España o en una versión chusca, sociata, muy mal rematada, de la Transilvania upiro-marxista. En España, quién se lo iba a decir a Paul Naschy, si quieres someterte a una “reasignación de sexo” con cargo a la Seguridad Social, todo serán facilidades. Entras al quirófano siendo un hombre, y sales mujer o… vete a saber qué. En cualquier caso, irreconocible. ¡La magia del Gran Vampiro! No sé si incluso premiarán tu valentía con unas vacaciones en Santo Domingo. Pero ni sueñes con que la Seguridad Social vaya, por ejemplo, a hacerte una resonancia magnética. ¿Qué quieres? ¿Acaso el padecimiento de tres hernias discales supone avance alguno por tu parte en la lucha por las libertades? Deja, deja…

Luego, resulta obvio que los conatos de imposición de directivas “lúdicas” según las cuales, en los recreos, los escolares no deban jugar al fútbol a no ser que ambos equipos sumen un número idéntico de niños que de niñas (o de niñ@s, creo que hay que decir) son sólo uno de los muchísimos indicativos de que las tendencias legislativas hallan —conscientemente o no- sus fuentes de inspiración en los códigos civiles y penales de la URSS o de la Rumanía de Ceausescu, donde, en las clases de gimnasia, al alcanzar en su salto más altura que el bajito, el alumno de más estatura era amonestado por rebelarse contra los dogmas igualitarios. ¡Ah, aquellos magníficos paraísos de trabajadores en los que la búsqueda de la prosperidad por medios honrados no cesaba de toparse con innumerables cortapisas y el monopolio de la actividad intelectual y artística era atribuido al “pueblo” (hoy, la “sociedad civil”) y, en particular, a la omnipresente casta de los burócratas! Mas, ¿para qué añorarlos, teniendo a mano el ejemplo de la España carpatizada, donde nada se puede frente a los caprichos del funcionariado?

Como el funcionario no fuma, a joderse todos. Como la funcionaria nunca se ha comido un rosco, a procesar por acoso en el puesto de trabajo a quien ose soltar —perdón: ¡proferir!- un piropo. Como al funcionario no le atraen las mujeres, todos a jugar a preparar la comidita a la Nancy desde pequeñitos. Como la funcionaria no tiene claro que eso del orgasmo constituya una práctica democrática, a financiar a su ex pareja de hecho con doscientos mil euros para un estudio científico sobre tan espinoso enigma. Como el funcionario no distingue entre un natural y un trincherazo, fuera toros y a empollarse todos documentales sobre los moluscos gasterópodos. Como el funcionario, en el colegio, no solía rebasar el “suficiente” en ninguna asignatura, paso de curso para todos, se apruebe o no. Y, al maestro que no lo tenga claro, jetazo que te crió.

En Andalucía, los funcionarios culturales se han manifestado ya reiteradamente a favor de la reducción en lo posible de la enseñanza bilingüe, con el argumento de que ésta podría generar a corto plazo “nuevas élites”. Sí, claro, no aprendamos idiomas, no sea que se incomode quien no habla correctamente ni el suyo natal. Tampoco es un secreto que cada día son más los parados que, para aumentar sus opciones de obtener un contrato de trabajo, presentan currículos en los que reducen en lo posible sus titulaciones, cualificaciones, experiencia laboral... En la Transilvania de Zapatero, en efecto, un idioma o una carrera de más pueden convertir en perpetuo el paso por el limbo del desempleo. ¿Acaso es un secreto que, en este país multicolor, resulta mucho más fácil publicar un libro si no se ha publicado nunca nada que si se tienen ya una obra y un reconocimiento intelectual y artístico a las espaldas?

Como a mí, aparte de en El Imparcial, no me dejan escribir apenas en ninguna parte, seguramente porque ya habré publicado demasiado para los standards transilvanos, una de las poquísimas plumas al pie del cañón en la denuncia de estos sinsentidos es la de Javier Marías en sus columnas dominicales, y —a juzgar por el constante flujo de cartas al director remitidas por ofendidos lectores- para gran disgusto de las masas bienpensantes. Las reacciones epistolares cosechadas no dejan de ser un reflejo edulcorado de las cartas que los “proletarios” dirigían a Pravda para desenmascarar como enemigo del pueblo al escritor, el dramaturgo o el pintor “cosmopolitas”, exigiendo su depuración por no lucir en sus macetas las flores políticamente correctas o haber contraído matrimonio con quien amaban y, además, merecía la aprobación de sus padres, y no con quien “el pueblo” esperaba y “necesitaba” que lo hubieran hecho.

Leo a Javier Marías y me pasmo, con él, de saber que, si quiero seguir siendo considerado escritor, he de proceder a aprender un castellano que, en muchos respectos, guarda muy poca relación con el que hablo desde hace cuatro décadas. En efecto, de darse por buenas las normas recientemente aprobadas por la Real Academia de la Lengua, los libros y artículos escritos hasta ahora por mí, y publicados en cabeceras y editoriales supuestamente prestigiosas, no valen un duro, porque, para empezar, infinidad de acentos están mal colocados, aparte de los que sobran. ¿Qué decir de las mayúsculas? ¿Cómo se me pudo ocurrir escribir tantísimas veces Dios con mayúscula? Y… ¡acabo de volver a hacerlo! ¡Tierra, trágame! Lo más sorprendente, y lo que me vale en cierta medida de consuelo, es que supongo que tampoco valen un duro los libros escritos por los señores (perdón: señor@s) que han promulgado estas nuevas normas. También me tranquiliza, claro, la esperanza de que todo esto se arregle con una buena quema de mis libros en cualquiera de esas Noches Blancas que tanto están refinando el paladar literario de la sociedad civil.

Todo esto, por supuesto, va unido a los buenos usos sociales acuñados por el funcionariado, también denunciados oportunamente por Marías: “nativo americano” en vez de “piel roja”, “personas que juegan al fútbol” en vez de “futbolistas” (“futbolist@s”, pues, ya no es suficiente)… Según leo en su último artículo, ya se está preparando una edición “correcta” de un libro de Mark Twain en la que la palabra “negro”, usada por los esclavistas en sentido despectivo, es oportunamente reemplazada por “esclavo”. No sé si se tratará de no herir la sensibilidad de los lectores negros o de, paradójicamente, persuadirles de que la esclavitud no era tan mala, pues los plantadores se dirigían a ellos en términos de lo más respetuoso. Tampoco, si a partir de ahora habrá que decir que tal boxeador no es “negro”, sino “descendiente de esclavos”. Y bueno, hace tiempo que sabemos de la existencia allende los mares de una Biblia “políticamente correcta” en la que Dios (perdón por la mayúscula, es la costumbre) no es Dios, sino Dios/Diosa…

En fin, que a ver lo que dura Marías, porque el eufemismo y la manipulación del idioma son armas típicas de las sociedades totalitarias, en las que un chiste a destiempo puede costar pero que muy caro. En la URSS, siento recordarlo, había un montón de palabras cuyo uso estaba estrictamente prohibido, por cuanto éste podía denotar simpatía o inclinación hacia actividades como los bailes y estilos musicales “capitalistas” y otras actividades igual de contrarrevolucionarias… A quien cuestione que esto sea cierto, permítaseme recomendarle la lectura de una tan espléndida novela como “Una saga moscovita”, de Vasili Aksiónov, recientemente publicada por la editorial La Otra Orilla… Eso sí: advierto que la traducción no se ajusta a las nuevas normas de la Real Academia de la Lengua Española. Supongo que pronto será reparado tamaño despropósito.

Recomendaciones y chanzas de consolación aparte, la realidad es que la divinización de la mediocridad, la tara, la chapuza, la incapacidad, la ineptitud, el complejo y la grosería, unida al aplauso permanente a todo lo estólido en aras de una vaga solidaridad de quinta fila, dota de más actualidad que nunca a una frase de Juan Benet, a quien hace poco recordábamos en otro artículo: "No creo”, escribió, “que pueda triunfar en política quien no sea capaz de hacer grandes simplificaciones, de hablar por boca de muchos, de conformarse con medias verdades, de relegar siempre al futuro la obra bien hecha y conformarse con la mediocridad presente". Hoy, esta apreciación resume, con una precisión difícilmente superable a menos que se pierdan los buenos modales, el espíritu reinante en un cuerpo social ufano de su mezquindad, obsesionado por la “visibilidad” -¡mágico vocablo!- de aquello de lo debería dar vergüenza alardear. Cuanto más pretenciosos y engreídos se tornan los próceres socialistas, rebuscados y seleccionados entre los cuadros de más ínfima valía de su partido, más y más va extendiéndose el olor a sopa de sobre.

Ya sabemos que lo que vendrá detrás de ellos tampoco va a saber a angulas, sino, como mucho, a gulas. Pero, después de tantísimos cazos de sopa juliana, es de esperar que las gulas nos supongan un reparador descanso de esta plaga de eructos a granel.

El imparcial.es

lunes, 14 de febrero de 2011

UNA CASA DE TOREROS: LOS CHICUELO / Por Joaquín Albaicín

En la Alameda de Hércules en Sevilla se erigió un monumento a Chicuelo
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UNA CASA DE TOREROS: LOS CHICUELO
 
Por Joaquín Albaicín 
 -Escritor y aficionado-
 
En la Alameda de Hércules, donde hace sólo unas décadas estaban avecindados y se saludaban por la calle los Gallos, Antonio Fuentes, Sánchez Mejías y Cagancho… En la Alameda de Hércules, cara a sus gloriosas y míticas Columnas y como vivo rescoldo de las más gloriosas épocas del toreo, sigue abierta e hirviente de vida una casa con mucha historia taurina a las espaldas: la casa de los Chicuelo.

  Encarnan sus moradores una larga y distinguida prosapia. Un tío abuelo de Chicuelo, el primer Zocato, actuaba en Madrid vestido de plata la tarde de la muerte de Espartero en las astas de Perdigón. Su tío carnal, el segundo Zocato, fue también banderillero, además de el gran valedor de su sobrino en los despachos de las Edades Áurea y Argéntea del Toreo. Su padre, el primer Chicuelo, distinguióse como matador de toros en liza con los héroes de su época. Llega después él, el propio Manuel Jiménez, Chicuelo el Grande, quien aunara en su figura, de modo indisoluble, las dos líneas toreras encarnadas por Joselito El Gallo y Juan Belmonte y cuajara en Madrid, con un toro de Graciliano, una faena tenida por algo así como el punto de arranque oficial de la ligazón en el toreo y, en suma, de lo que hoy conocemos como faena de muleta. Torero de fantasía con sarga y percal, compañero de juergas de Caracol, Cagancho, Pastora, Juan Luis de la Rosa, Tomás Pavón, Marchena, El Sevillano, Niño de la Palma y Curro Puya, fue durante más de tres décadas punto y aparte en el toreo. Regaló a su mujer, Dora La Cordobesita, un dormitorio de plata maciza concebido para una reina, y con eso queda dicho todo…
Rafael Jiménez "Chicuelo" en la famosa faena al toro "Corchaíto"

  Tocó el turno después a su hijo, Rafael Jiménez Chicuelo, a quien, la tarde del debut en la Maestranza de Chamaco, los sevillanos llevaron a hombros hasta su casa en la Alameda, y que durante varios años concentró en su persona las más elevadas esperanzas toreras rebullentes en el corazón de Andalucía. Se abría de capa Rafael, o dibujaba un recorte con la muleta para dejar en suerte al toro, y algo reverdecía en el recuerdo de los viejos aficionados que habían seguido a su padre, a Cayetano Ordóñez, a Pepe Luis… “Chicuelo: cuando el Duende está en la arena” fue uno de los encendidos titulares que le dedicara Cañabate.

  Desde niño, cuando su padre lo llevó a torear unas becerras en La Pañoleta, una placita de tienta propiedad de los Gallos, hizo estrechísimas migas con el Divino Calvo. Éste se embarcó en tres o cuatro viajes a Madrid con el exclusivo propósito de verle y no se recató en proclamarle públicamente su torero, lo que, saliendo de los labios que salía, rotos por la cornada de un toro de Piedras Negras y, pese a todo, chupando tres puros habanos al día, no podía sino levantar una ventolera de expectación y envidia. Una tarde en que, en Las Ventas, no le rodaron del todo las cosas, un periodista preguntó a Rafael El Gallo, delante de bastante gente, su parecer sobre la actuación de Chicuelín, como él lo llamaba.
  -Como yo en las mismas circunstancias –repuso el interpelado.
  Y todo el mundo, claro, chitón.
  Rafael Chicuelo recuerda cómo al Gallo, ya retirado, le solicitaban de continuo para que presidiera banquetes de homenaje a prácticamente cada torerillo nuevo que iba saliendo, y siempre le decía que le acompañara. Un día, a Rafael le dio por ahí y, cuando le tocó hacer uso de la palabra, proclamó a viva voz a propósito del novillero agasajado aquel día:
  -Señores, el torero no vale un duro. Y, además, su padre es un pesado.
  Cuando la concurrencia empezó a bombardearle con los bollos de pan, se volvió hacia Chicuelo:
  -Niño, vámonos. ¡Que aquí sobra pan!

  Anécdotas como esta flotan por las estancias de altos techos de la casa de los Chicuelo, revoloteando por entre las volutas de humo y las astas de toro sin afeitar en las que no se para una mosca. La de hoy es una jornada cualquiera, una de las muchas en que la familia nos ha ofrecido su hospitalidad. Rafael, en batín, recorre las estancias inquieto, sin parar, de un lado para otro, pidiéndome varias veces que me cerciore de que de ningún modo vayamos a ser trece a la mesa.
  -Joaquín, en esa habitación he contado cinco personas. ¿Quieres hacer el favor de entrar y comprobarlo?
  Al poco:
  -¿Estás seguro de que en el jardín hay siete? Anda, cerciórate, no vaya a ser que la liemos.
  Luego de muchas vueltas y cuentas, estamos ya todos a la mesa por él presidida, rodeados de cabezas de toro. Me interesa saber si entre ellas asoma la de Corchaíto. Pero no, no está Corchaíto, pues su padre regaló la testuz, en su día, al presidente del Banco Exterior de España. Está la de Colmenero, el de la alternativa de Rafael. Y la de otro, Lobito, estoqueado hace ciento nueve años por su abuelo.

  -Joaquín, Salomé –nos espeta Rafael-... ¡A comer sin remilgos, que aquí somos todos caballos de buena boca!
  Y empiezan a salir las fuentes de chicharrones, las de jamón, las de gambón, las de langostinos… prólogo al solomillo en hojaldre cocinado por su yerno, José (por cierto que descendiente de Espartero, con lo que el círculo kármico-genealógico viene a cerrarse en perfecto broche). José pasea en hombros a su sobrino Alejandro, que, de repente, se vuelve hacia una de las cabezas de toro y posa la mano en la testuz… con lo que me temo que ya sé lo que va a ser el niño, por más que sus padres no quieran.

  Entre festín y festín, la dinastía prosigue su andadura. Manuel, hijo de Rafael, tras debutar con caballos en Ronda al lado de Javier Conde y otro torero de larga casta (Francisco Rivera Ordóñez), asombró a propios y ajenos en La Carolina, llamó la atención de la crítica madrileña y cortó trofeos en Sevilla antes de que un novillo desbaratara sus ilusiones, aunque no su inmarchitable afición. Su hermano, Curro Chicuelo, constituye hoy la penúltima esperanza de continuidad en los ruedos de tan ilustrísimo banco genético de toreros. Ausente de las estructuras taurinas, sin apoderado, sin ponedor, fuera del circuito de tentaderos, uno no se explica cómo siendo un Chicuelo, toreando como él torea y habiendo, además, nacido bajo el signo zodiacal de Leo, este hombre no está puesto en las ferias. Más, en un momento en que, en su solar natal, prácticamente no quedan hombres de luces en activo. Porque, dejando aparte a Julio Aparicio, que pertenece al escalafón superior y, por su lado materno, procede de la Alameda (la calle Feria, donde nació, no es la Alameda por apenas unos metros de empedrado), diría yo que Curro Chicuelo, novillero al acecho con la escopeta cargada, es hoy por hoy el único coleta oriundo de este enclave histórico en el toreo.

  Todavía recuerdan muchos los muletazos que hace no tanto enjaretara en La Maestranza a Liador, un novillo de Villamarta: naturales y redondos con el perfume, los acentos y la gallardía de los de la Edad de Plata. Triunfo a ley escamoteado por un presidente bisoño. Desde entonces, oportunidades, pocas o casi ninguna. No importa. Mirar atrás, sólo para sacudirse el polvo de las hombreras. Lo importante es lo por venir. Nos dicen que a no mucho tardar podrá verse a Curro Chicuelo en el campo. Ya les contaremos, Dios mediante.
 

viernes, 28 de enero de 2011

Camarón: ¿Ya hace casi veinte años? / Por Joaquín Albaicín



Camarón: ¿Ya hace casi veinte años? /

Por Joaquín Albaicín

El día 25 de este mes se cumple el decimonono aniversario del último concierto de Camarón de la Isla. Y, al enviarme el CD recién editado con la grabación de aquel evento, Alejandro Reyes, desde hace años amigo y presidente del Club de Música y Jazz del San Juan Evangelista, me ha quitado, así de sopetón, pues eso: casi veinte años de encima.

Escuchada hoy, la grabación suena a inconfundible canto del cisne, a lamento postrero y crepuscular del ave regia ya cerca de extinguirse para, cual fénix, saludar invicto, con un nuevo himno auroral, su arribada a ese territorio -allá, al otro lado del espejo- donde nuestros oídos terrenales no alcanzan. Esa atmósfera de caída de telón y de partida hacia otros mundos debe ser, en gran medida, cosa de la perspectiva que da el tiempo, porque entonces, allí, en vivo, no sonó así. Fue un recital tonante, jupiterino, propio de la tijera de cortar coletas que era José, por emplear el apelativo con que, apenas salido de la adolescencia, ya se motejara a Joselito El Gallo, y del que salimos con la solemne convicción de que su protagonista acababa de terminar de apuntalar, de una vez y para siempre, el arco de entrada a una nueva época del cante gitano sostenida casi en exclusiva sobre sus hombros. De hecho, titulamos nuestra crónica: “Camarón: sin rival a la vista”. En nuestro recuerdo de aquella noche histórica, Camarón permanece, en efecto, como una deidad védica disparando tan balsámicos como demoledores rayos desde su trono adamantino. ¿Pasión de devoto? No. La impresión y el sentimiento eran generales. También Pedro Vela subrayó en Diario 16, en su crítica del concierto, la enorme distancia que mediaba entre Camarón y el resto de las voces flamencas del momento. La verdad, guste o no, es que tuvo que morir él para que otros cantaores de su quinta, de espléndidas cualidades y larga y brillante trayectoria ya entonces, pudieran adquirir poder de convocatoria, suscitar expectación más allá del cenáculo y desmarcarse del pelotón.

La grabación, sometida sin duda a un proceso de limpiado del sonido ambiente, no recoge —salvo en momentos puntuales- las explosivas manifestaciones de júbilo con que, a lo largo de toda la noche, los asistentes —no cabía un alfiler- homenajearon a Camarón y a su cante. Aquí, ahora, le escuchamos cantar con la serenidad incandescente del funambulista al que su público temiera, con sus olés y ovaciones, sobresaltar y precipitar al vacío y dosificara, arrecido por ese miedo, sus andanadas de entusiasmo. Quizá sea, decíamos, efecto de la perspectiva que da el tiempo, secuela de la herida sin cicatrizar, lo que nos hace reconocer ahora aires de despedida en los melismas brotados de aquel hombre dueño de una garganta que asustaba. Pulsamos el play, y vuelven a conmovernos su afinación inaudita, una agónica majestad, una dolencia fatalista empapando el metal inigualable de quien —eco de fragua gitana nacido allá donde desembarcaron los moros- fuera ariete de una generación y genio de época del arte flamenco. Hace poco, en Giralda TV, dijo Lebrijano que José cantaba por taranta y fandangos “mejor que el que lo inventó”. Y este álbum, sin necesidad de revisar toda su deslumbrante discografía anterior, le otorga la razón. Aquella noche inolvidable, Camarón cantó extraordinariamente, y el disco gana en cada nueva escucha, tras la que se redescubren brasas, matices, mimos tonales, regustos y acentos de veinticuatro quilates que dudo mucho que resulte apropiado atribuir a la “espléndida madurez” en que se encontraba el cantaor, porque José Monge poseyó desde su primera juventud el don y la virtud de convertir en inédito cualquier cante mil veces escuchado antes en su boca y en la de mil. Cerramos los ojos y, en el limpio temblor de su garguero, acariciado por las seis cuerdas de Tomatito, abandonan el limbo y vuelven a galopar Joselito y Cuco, Talavera, las cuentas que no están cabales, los pícaros tartaneros, los cuatro puentes del río… La banda sonora, en fin, de toda una generación cautivada por aquel desgarro suyo, tan enérgico como desvalido, y por el Duende, ángel de altares itinerantes que le nombrara su embajador plenipotenciario en la Tierra.

“Para perdurar, levanta un mundo”, recomendó Kapuscinsky a un amigo. Camarón lo levantó, y en el mapa del flamenco figurará durante siglos —y con fronteras en expansión- su obra, como durante siglos recogieron los mapas del orbe conocido los emplazamientos de la Muralla de Alejandro, la Torre de Babel, el Jardín del Edén y el Reino del Preste Juan.

(*) Camarón con Tomatito. El último concierto ha sido editado por Universal Music.

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