miércoles, 27 de julio de 2011

LIBROS DE ANTIGÜEDADES DE ANDALUCÍA / Joaquín Albaicín


LIBROS DE ANTIGÜEDADES DE ANDALUCÍA  
Edición de Asunción Rallo Gruss  
Fundación José Manuel Lara
·...En rigor, la primera noticia referente a ese papel de Hércules en la historia de España me la brindó la lectura, ya en la adolescencia, de Los Toros, la clásica y monumental enciclopedia de José María de Cossío, donde se recoge cómo en el inconsciente colectivo, en la memoria popular, el primer manipulador de toros bravos en España fue Hércules, un “egipciano”..."

 Joaquín Albaicín
 Escritor y cronista

  Anticuario no es sólo el marchante de bargueños. De acuerdo con otro sentido de la palabra, anticuario es también el cultor de un determinado género histórico-literario “hasta ahora muy poco conocido, hasta el extremo de que todavía no tiene un corpus establecido”: el de los Libros de Antigüedades, variedad de ensayo muy cultivada en los siglos XVI y XVII y del que esta miscelánea, precedida por un excelente estudio de Asunción Rallo Gruss, constituye quizá “la primera aportación global y sistemática para el establecimiento del género”, un conjunto de obras que invocan como autoridades la Historia General de España del Padre Mariana, a San Isidoro, la General Estoria de Alfonso X… pero también a Homero, los libros de viajes de los clásicos (Filóstrato, Estrabón) y las hagiografías, además de los milagros de la Virgen.

  El perfil de los autores parece haberse ajustado al de un hombre con bagaje de estudios humanísticos o en teología, por lo general con un cargo eclesiástico o municipal y, a veces, dramaturgo o poeta. Patrocinado por un mecenas y llevado del propósito de enaltecer la propia ciudad, el anticuario perseguía, a partir de la observación directa del terreno y del descubrimiento de monedas, lápidas, frisos, columnas, estatuas, ruinas y otras “antiguallas”, la reconstrucción del escenario de las “antigüedades” (entendidas éstas como las hazañas, gestos y hechos gloriosos de los hombres del pasado) y su vinculación espiritual e íntima a la historia y el destino de la actual urbe. Se trataba, pues, de “dignificarla desde sus orígenes y contemplarla en sus grandezas presentes”.

  Así, en virtud de escritos como los de Francisco Bermúdez de Pedraza, Pedro de Medina, Pablo Espinosa de los Monteros, Agustín de Horozco y otros,  Córdoba, Cádiz, Sevilla, Barbate, Utrera… eran reivindicadas como fundadas por Hércules, o como patria de los Reyes Magos, o como guardianas de la tumba de Gerión[1]. El famoso templo y la contigua tumba de Hércules estuvieron, dependiendo de qué anticuario, en Tarifa, Cádiz, Algeciras, Almuñécar –donde se descubrió la tumba de un gigante egipcio- o Sancti Petri. La antigua Betis alzóse en el solar de la actual Baeza. Jerusalén, en Antequera o Granada. Y los Campos Elíseos, en Ronda.

  En la década de 1970, los temarios de historia de España ya no incluían, que yo recuerde, ninguna referencia a Hércules, Osiris, Gerión, Hispán o Túbal… pese a ser Hércules el fundador mítico de España y guardar los otros personajes citados una estrecha relación con él (Hispán fue nieto de Hércules, y Osiris y Gerión protagonizaron la primera batalla conocida en la Península Ibérica). 
Los manuales se detenían algo –poco- en Viriato y Numancia antes de saltar bruscamente a Don Pelayo y el inicio de la Reconquista. Quizá porque la escritura ibera nunca ha sido descifrada, todo lo anterior a la llegada de los romanos se sobreentendía como un batiburrillo de hechos fabulosos sin importancia histórica alguna. 
En rigor, la primera noticia referente a ese papel de Hércules en la historia de España me la brindó la lectura, ya en la adolescencia, de Los Toros, la clásica y monumental enciclopedia de José María de Cossío, donde se recoge cómo en el inconsciente colectivo, en la memoria popular, el primer manipulador de toros bravos en España fue Hércules, un “egipciano”
Mi memoria, en fin, no guarda ninguna alusión por mis profesores a la pavorosa sequía que –en tiempos de Tarquino El Soberbio, último rey de Roma- asoló la Península durante veintiséis años, obligando a todos sus habitantes a dejarla despoblada, ni a cómo Noé vino a España a visitar a su nieto Túbal, ni a la invasión de la Península por los babilonios. Tampoco, a cómo el romancero atribuyó la caída de España en manos del Islam a la desobediencia a la voluntad de Hércules por Don Rodrigo.

  Quizá, como señala Rallo Gruss, exista un fuerte componente de fantasía en muchas de estas afirmaciones. No obstante, y sin arrogarnos una cualificación académica de la que carecemos, no creemos defendible de oficio la atribución de nulo valor histórico a esta clase de obras, que, por cierto, recientemente han inspirado también, en cierta medida, un libro de tan notable poder evocatorio como El Reino del Ocaso, de Jon Juaristi, y, en muchos respectos, son las únicas que pueden rellenar en parte los vacíos señalados. No se entiende muy bien por qué, por ejemplo, San Isidoro de Sevilla, quien, con mayor o menor fidelidad, no dejaba –al fin y al cabo- de seguir una tradición viva, no podría ser considerado una autoridad en historia, cuando se concede sin pestañear tal rango a paleoantropólogos que, a partir de un fragmento de molar, supuestamente “reconstruyen” toda una era prehistórica en base a poquísimo más que delirantes especulaciones.

  Estos libros hallaron aún un espléndido epígono en el último cuarto del siglo XIX, con los estudios histórico-mitológicos de Moreau de Jonnés. Los autores de los Libros de Antigüedades estudiados por Asunción Rallo Gruss se habrían quedado de piedra, sospecho, de haber podido leer que, según Moreau, Tartessos no estuvo ni en Sevilla, ni en Cádiz, sino… ¡en el mar de Azov!

JOAQUÍN ALBAICÍN
Altar Mayor nº 142, Jul-Ag 2011
 

[1] Padre Juan de Mariana: “El primero que podemos contar entre los Reyes de España, por ser muy celebrado en los libros de Griegos y Latinos, es Gerión; el cual vino de otra parte a España, lo que da a entender el nombre de Gerión, que en lengua Caldea significa peregrino y extranjero” (Historia General de España, D. Joaquín de Ibarra, Impresor de Cámara de Su Majestad - Madrid, 1780).

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