lunes, 29 de agosto de 2011

La cena en que Ponce me prometió una novia / Por Jorge Bustos


Catalina Luca de Tena, Enrique Ponce, Andrés Amorós y Jorge Bustos 
escuchando a Palomilla, que reclamaba en Madrid 
el beso de buenas noches

La cena en que Ponce me prometió una novia

Jorge Bustos

Una de las mejores cosas de ir a los toros es ver a las tías, aunque pensándolo bien es una de las mejores cosas de cualquier concentración humana en general. Son las mujeres las que soportan ya la vigencia de la fiesta ocupando cada vez mayor proporción de público en las plazas, para disgusto de los taurinos de afición que buscan cada tarde la pelea bárbara, pero codificadísima de un hombre valiente con una bestia encastada, y no el postureo de un adonis en mallas como Manzanares, que el sábado, a falta de torear, logró que muchas vascas lo llamaran guapo, con lo difícil que es eso para ellas. Pero uno piensa que esto es tan viejo como la propia concupiscencia, y que si yo me distraigo aquilatando el corte de una minifalda, bien pueden ellas distraerse mirando a Manzanares, pero no a su muleta precisamente. Quien toreó y cobró trofeo fue El Cid, que desprendía la alegre excitación del triunfo al subirse a la furgoneta donde le despedimos. Su banderillero Pirri, en cambio, nos decía tomando una copa: “¿Y no habrá un puestecillo en vuestros periódicos que me quite ya de esto, coño?”

El viernes había ido a Vista Alegre con Cata Luca de Tena, Ignacio Ruiz Quintano y una delegación gallardónica formada por Lola y Valle. Toreaba Enrique Ponce, que viene a ser como el Raúl o el Xavi Hernández del toreo, o sea, el amo en números redondos. Ponce estuvo bien –para que esté mal tendría que torear desde el epicentro de Irene o así– y cortó oreja, que en Bilbao no se regalan como por ahí. Y luego al Ercilla, el hotel de los toreros donde se forma un microclima festivo que se debate entre el Chanel 5 y el aire a dehesa y por el que pululan banderilleros, apoderados, familiares, admiradores, plumillas, señoritos uniformados en camisa y mocasín y pijas esculturales que advierten el brillo de la prosperidad como urracas coquetas. De entre todo aquello tuvo Ponce la gentileza de invitarnos a nosotros a cenar al reservado del Bermeo. Amén de los citados compartimos mesa con Agustín Díaz Yanes –director de Alatriste, a quien se me olvidó pedir que contara conmigo para la segunda parte–, el crítico Andrés Amorós y su mujer y el experto en toros de este diario, José Antonio del Moral. No olvidaré esa velada cordial donde unos y otros desovillaban un anecdotario brillante del que el maestro participaba con entusiasmo, levantándose para ejemplificar un pase o explicándome la dureza o la gloria de una tarde.

El momento emotivo lo puso Palomilla, que con toda la arrebatadora ternura de sus tres añitos le declaraba por el móvil a su padre: “Eres el mejor. Un fenómeno. Te adoro. ¿Cuándo vas a llegar a casa?”. Y Ponce le decía que aún le faltarían cuatro horas para estar en Madrid, que se durmiera, que ya la besaría al llegar. El matador, aparte de figura de leyenda y de caballero, conserva esa sencillez confianzuda del gremio que le lleva a dar su opinión sobre el caso Camps o a relatar su flechazo en La Perdiz con Paloma Cuevas. “Si cortas oreja te la presento”, le dijo Morilla. Y cortó tres.

Ponce me ha prometido que su mujer me busca una novia. Seguro, maestro, que ofrezco menos resistencia que un morlaco de Samuel Flores.
(La Gaceta) 
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