martes, 23 de agosto de 2011

Enrique Ponce, de príncipe turco en El Puerto / José Ramón Márquez

Enrique Ponce en el Puerto de Santa María

Enrique Ponce,
de príncipe turco en El Puerto

José Ramón Márquez

Enrique Ponce iba vestido como un príncipe turco, un vestido riquísimo que era de luces sin parecerlo, una preciosidad. Eso y los dos pares de banderillas de Antonio Tejero fue lo único que nos trajo la corrida goyesca de ayer en El Puerto. Lo demás fue pasar la tarde y disfrutar del ambiente y de la compañía.

Se presentaba en la Plaza Real, y quizás se despedía también de ella, la ganadería de Toros de Albarreal, que la pusieron ese nombre como podían haber puesto Toros de Albacaniche, ganadería sin fuelle creada con la peste ésa del artículo 5 bis b), con divisa azul y blanca y sin antigüedad, ni falta que hace. Al lado de los Albarreal de ayer, los Fuente Ymbro del sábado en Sanlúcar eran como la corrida de Victorino del 82. Sólo lo que apretaron en varas, lo prestos que estuvieron al caballo, la viveza de las embestidas, el genio a veces, eran el vivo retrato del toro bravo en comparación a los siete miserables que hollaron con sus pezuñas ayer la plaza de El Puerto. Atendían los desgraciados por Buenson, Tirador, Destemplado, Doncello, Buenpostre, Sinprisa y Posadera.

De Huelva trajeron esos siete bóvidos las fuerzas justas para pegarse dos carreras de salida y para recibir unos cuantos lances de capa. A partir de ahí, la UVI. Toros culturales, al fin y al cabo, no demostraron ni el más mínimo interés por los pencos; vamos, que los veían y miraban para otro lado, que si les pones en vez de un penco el cuadro de Le déjeuner sur l’herbe se echan encima a admirar la mano maestra del pintor, extasiados ante tan señalada pintura en la que se revela el conocimiento de Manet de los grandes maestros así como su voluntad de ruptura con el academicismo.

A cambio del desprecio que los astados (sic) manifestaron por el elenco de picadores y sus mascotas forradas de guata, recibieron idéntico desdén por aquellos. Para hacerles de menos por el desprecio recibido decidieron apenas rozarles sus pellejos con las aceradas puyas. Aunque parezca imposible, hubo un toro que derribó al caballo. El picador presentó la puya sobre el lomo de Posadera, número 11, sin ánimo alguno de hacerle nada, y el animalillo, pese a sus pocas fuerzas, tuvo como un espasmo de rabieta que le pilló al penco con el pie cambiado a resultas de todo lo cual se fueron al suelo el jinete y la montura, lo que le valió al picador esa incomprensible ovación que en nuestros tiempos se ha hecho imprescindible siempre que hay un batacazo.

El colmo de la corrida tuvo lugar en el cuarto, Doncello, número 73. Enrique Ponce se va a brindarle el toro a un señor y luego le da uno, dos, tres, cuatro, rodilla flexionada como él suele hacer. Se incorpora, le da un poco de distancia y ya no hubo forma de darle ni uno más. Se ve que en su afán cultural este infeliz Doncello pensaba que su destino en la vida era ser modelo de escultura y se quedó todo ensimismado pensando en lo bien que habría hecho él de modelo para el Charging Bull de Arturo di Modica, y bien que demostró al mundo su gran paciencia y sus dotes infinitas para permanecer estático, que si no llega a ser porque Ponce le metió el estoque a la última, todavía está allí sin salir de su introspección.

Castella trajo su toreo, sin novedad alguna sobre Castella. Frío, como siempre, no tuvo forma de pegarse arrimón porque su primero, que nació ya cansado, tuvo que tumbarse a mitad de la faena a recuperar el resuello y porque el segundo, el que no había sido picado aprovechando la confusión de la caída del aleluya, no podía ni con la penca del rabo.
Talavante, el hombre sin personalidad, trajo su versión mas light en esta temporada cantada como de oro por los popes de la crítica. Digamos piadosamente que en su primero se dedicó a destorear haciendo una obscena demostración de la forma ostensible en que ponía la pierna atrás una, dos y tres, al escondite inglés. De ese marasmo no fue capaz de salir y no puede decirse que lo hiciese porque el toro se lo quería comer, es que el hombre torea así. Su segundo, Sinprisa, número 33, alargaba el pescuezo y levantaba la cabeza a la salida de los muletazos como sistema para no caerse. Talavante fue incapaz de corregir el defecto del bicho, puesto que si le bajaba la mano el idiota de Simprisa se iba al suelo y si le toreaba a la media altura, todas las veces le enganchaba la muleta. Ante la duda, Talavante le sacudió los trapazos que le convino dar, de cualquier forma, hasta que el Sinprisa se empezó a quedar parado en mitad del pase, entonces lo despenó.

Creo que fue en el tercero cuando el mayoral de esta bueyada decidió abandonar su sitio en la meseta de toriles. Hizo bien, para no pasar más vergüenza. A lo mejor cuando volvía para Huelva se le ocurrió pensar que el mejor amigo del ganadero es el matadero.

¿Quién eligió estos toros? ¿Cuantos veedores pasaron por la ganadería para hurgar con un palito en esta bosta ganadera? ¿Son inocentes los toreros de anunciarse sistemáticamente con subproductos despreciables como estos? ¿Creen que anunciándose con toros más encastados pueden quedar peor de lo que ayer quedaron? ¿No hay nadie responsable de la tomadura de pelo que significa esta corrida? Yo creo que habría que instaurar otro sistema en los toros, por ejemplo éste: la gente entra al tendido, se sienta y ve la corrida y a la salida echa el dinero según haya ido la cosa. Ayer no habrían recaudado ni veinte pavos.
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