viernes, 17 de junio de 2011

La hermana muerta / Por Juan Manuel de Prada

"...Armado y herido de dolor, ha escrito Santiago Castelo un libro grandioso, sin duda el más conmovedor de todos los suyos ..."

La hermana muerta

JUAN MANUEL DE PRADA

Día 18/06/2011
QUIEN sabe de dolor todo lo sabe, escribió Dante; y, armado o herido de dolor, el poeta parece dotado de una sabiduría secreta, capaz de alumbrar los más delicados manantiales de la belleza. Así, armado y herido de dolor, ha escrito Santiago Castelo un libro grandioso, La hermana muerta (Ediciones Vitrubio, Madrid, 2011), sin duda el más acendrado y conmovedor de todos sus suyos, la cúspide de un talento poético que había cantado la fiebre gozosa del amor, los paisajes incesantes de la infancia, los males recatados de la ausencia, el alborozo de la amistad, la ceniza de lo que se pierde y el rescoldo de lo que se gana; y que en este poemario, que es cifra de una vida entera, pulsa la nota definitiva del dolor, allá donde el poeta verdadero se confronta con el misterio último, para fundirse con él. El detonante de este libro sublime es —lo pregona el título y lo destila cada verso— la muerte de la hermana del poeta, la también poeta Lola Santiago, corazón hecho vuelo, criatura de aterida humanidad que nos dejó hace un par de años, para anidar en una región de pájaros y de ángeles... y también en el pecho de su hermano, convertido en un tabernáculo que vela su muerte en el rellano de la noche, mientras la tristeza avanza como un rosal de otoño.

Y la muerte de la hermana, erigida en centro gravitatorio del poemario, atrae en torno a sí, como en una pululación de enjambre, otras muertes antiguas o recientes, impremeditadas o previsibles: la muerte del padre, la muerte del amigo de la infancia, la muerte del patrón, la muerte del poeta fraterno, la muerte derramada por doquier, aventando su siega insomne. Y en medio de esa pululación de muertes, la voz de Santiago Castelo es como una lamparilla de aceite donde se escancia el dolor, como un jilguero de llanto revoloteando en la jaula ardiente de los recuerdos, palpando en el aire ese verso que sueña con hacerse nardo en la voz invisible de la hermana muerta. Santiago Castelo escribe con esa clarividencia que nos concede el dolor cuando ya se ha apaciguado la sublevación del llanto; y así su verso, como una flor que brota entre los escombros, tiene una cualidad agradecida y tierna, una hondura de penas aquietadas, una desnudez de rosa que se deshoja al final de la tarde, sostenida en el equilibrio exhausto de un búcaro. Santiago Castelo sabe que «la primavera siempre / para mí estará helada»; pero esa certeza inamovible no se retuerce en los abismos de la angustia, sino que se orea en los altillos de la esperanza; y de esa esperanza, frugal y reparadora como la brisa que mece los trigales, brotan los mejores poemas de este libro, que tiene algo de responso de difuntos y algo de ángelus de mayo, como si más allá de la sangre detenida en las venas alumbrase una estrella, exorcizando la noche.

Lola Santiago dejó a su hermano en soledad y llanto el día de la Ascensión: el calendario, que esconde números que hielan la sangre, también alumbra misterios que alivian el dolor. Por eso el poeta, al final de su libro, puede atisbar el país de la Vida, mientras viaja, Extremadura al fondo, hacia la luz poniente que incendia el paisaje. Y es entonces, en la dulce ceguera del sol que se retira, cuando Santiago Castelo vislumbra «la vida que no muere,/ la eterna sinfonía en voz de claridades». Hacia esa vida que no muere camina su dolor; y su elegía se cuaja entonces de una tristeza serena que ensancha las costuras del alma. Y el poeta se abraza entonces a la hermana muerta, hechos pájaros ambos, mientras la noche se enseñorea de la tierra. Quien sabe de dolor todo lo sabe.

 ABC

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