miércoles, 15 de junio de 2011

Blasco Ibáñez y los Toros / José Aledón Esbrí.

 Caida al descubierto- Juan Belmonte es quien colea al toro
 
Blasco Ibáñez y los Toros

José Aledón Esbrí. 
Valencia. Julio`08

Introducción
El  centenario de la publicación de "Sangre y arena" proporciona una inestimable oportunidad para acercarnos no sólo al Blasco Ibáñez literato sino también al político, pues a pesar de haber abandonado ya la política activa en 1908, seguirá defendiendo su ideario a través de la literatura y de su actitud hasta el fin de sus días.

"Sangre y arena" constituye una rotunda declaración de principios  sobre el tan apasionante como controvertido mundo de los toros, revelándonos a su vez facetas del autor poco conocidas por el gran público pero rigurosamente coherentes con su trayectoria política y vital para aquellos conocedores de su ingente e importantísima obra periodística.

Tras un cuidadoso análisis también es posible observar con claridad las raíces valencianas subyacentes a los principales protagonistas de la novela, no siendo difícil identificar en ellos a personas y personajes de la Valencia decimonónica que el novelista conoció y trató. 

Con "Sangre y arena" Blasco abre la puerta grande de un simbólico e hispánico coso taurino a millones de lectores de los cinco continentes, conduciéndolos, como guía experto, por el táurino laberinto, continuando además, con sobrados méritos, la labor iniciada por Mérimée y Gautier y propiciando con su magistral obra la posterior aparición por esa simbólica puerta de cuadrillas de figuras de la talla de Hemingway y Bataille.

Blasco Ibáñez y los Toros
“¡Pobre toro!, ¡pobre espada...! De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo... Rugía la fiera: la verdadera, la única”.

Con estas palabras pone Blasco punto final a una de sus más famosas novelas, no la mejor, pero sí la que introdujo a millones de lectores de los cinco continentes en el mágico y apasionante – a favor y en contra – mundo de los toros.

Esa novela es “SANGRE Y ARENA”, de cuya publicación se cumple este año el centenario, pues apareció en abril de 1908.
Si, según Belmonte “se torea como se es”, podemos nosotros afirmar, parafraseando al Pasmo de Triana, que “se escribe como se es” con respecto al autor valenciano. Blasco Ibáñez, hombre vehemente y perspicaz, fraguó una obra valiente y esclarecedora, siendo el principal, aunque no el primer publicista (antes de “Sangre y arena” sólo se había publicado, en 1886, la novela “Luis Martínez, el espada” de Eduardo López Bago) de un mundo, el de los toros, del cual el público solo conocía – conoce – lo superficial y fenoménico, siendo el realista escalpelo del valenciano el que rasga y muestra las dramáticas entretelas de la fiesta brava de hace un siglo.  

Es “Sangre y arena” una obra polémica y testimonial, rebozada en un agridulce erotismo.
En ella, Blasco Ibáñez se perfila en corto y por derecho ante ese imponente morlaco, con resabios seculares, que es el público taurino de la época, núcleo duro de un pueblo al que le han metido en el costillar un palmo de garrocha en el 98 y al que están pareando de poder a poder en el avispero marroquí.

Como trataré de demostrar, Blasco entrará a herir como mandan los cánones de su ideario político-social, no dudándole al burel ni volviendo la cara, aunque consciente de que los toros tienen huesos y hasta el más pintado puede pinchar. Recibiendo, ¡quién lo diría!, los aplausos de los aficionados cabales, aunque solo fuera por la impecable ejecución de la suerte.

Aunque Blasco Ibáñez no tuviera más obra, sería ésta suficiente para situarlo en la cumbre de la literatura taurina universal, compartiendo cartel con Mérimée, Gautier, Bataille y Hemingway.
En mi opinión, el héroe de la novela, el matador de toros Juan Gallardo es el resultado de la fusión de dos legendarios y malogrados toreros de fines del siglo XIX: el valenciano Julio Aparici Fabrilo y el sevillano Manuel García Espartero.

Del primero tomó su vida, y del segundo, casi calcada, su muerte en la plaza.  Ambos fueron verdaderos ídolos en Valencia y Sevilla. Ambos fueron también más intuitivos que técnicos, teniendo como común denominador una deficiente interpretación de la suerte suprema. Ambos fueron literalmente inmolados por sus respectivos públicos, cuando, después de haberse entrometido en su vida amorosa, caso de Fabrilo, y de haberlo enfrentado con el todopoderoso Guerrita, caso del Espartero, les obligan, conociendo su valor pundonoroso, a jugárselo todo a cara o cruz, pagando con sus vidas la imprudencia.
Blasco vivió, sin duda, la pasión y muerte de Fabrilo, llegándole más de oídas (fue en 1894 y en Madrid) lo sucedido con Manuel García.

Blasco no es aficionado a las corridas de toros, pero conoce de primera mano su naturaleza y desarrollo, pues, no en vano ha nacido y se ha criado en el Mercado, uno de los barrios más castizos de aquella Valencia, donde, por espacio de varios siglos se han celebrado las principales fiestas de toros que ha dado la ciudad. Además, y, haciendo honor al hispánico refrán, antes que fraile literato fue cocinero político, y, ya se sabe que todo político que quiera llegar algo lejos debe estar al corriente de los usos y costumbres de sus conciudadanos.

Siendo la tauromaquia un asunto de primera magnitud en la vida española de la época, no nos debe extrañar que Blasco Ibáñez estuviera bien informado sobre el particular. Así, durante su destierro en Madrid en 1897, y hablando de las tertulias mantenidas en el estudio de su gran amigo y paisano Mariano Benlliure dice: ¡Qué deliciosas sobremesas! Aquí, Arimón, el ingenioso crítico, nos ha entretenido horas enteras con su gracia fina y cortés, relatándonos anécdotas de su larga vida periodística; otras veces ha sido Mazzantini, contándonos las negras y azarosas aventuras de sus primeros tiempos de torero…

Hay además factores de índole personal que, sin duda, acercarían al futuro escritor al mundo de los toros, pues, según unas notas inéditas de su hija Libertad, su padre era hermano de leche de un torero apodado Gallardo, bastantes años  mayor que él. Aunque doña Libertad no menciona la identidad del tal Gallardo, éste no puede ser otro que Luis Jordán, nacido en Valencia en 1855, novillero de postín, que, sin embargo, no llegaría a tomar la alternativa. Era un consumado banderillero, luego gran amigo y peón de confianza de Fabrilo.
Podemos pues suponer que Blasco, ferviente admirador del valor y del arte, tendría trato tanto con su fraternal Gallardo como con otros conocidos coletudos valencianos de la época, conociendo de primera mano los entresijos de la vida profesional y galante del ídolo de la Valencia taurina: Julio Aparici Fabrilo.
Otro mentor del escritor fue su amigo Antonio Fuentes, el elegante espada sevillano, de quien dijera el Guerra: Después de mí naide y después de naide Fuentes. Casualmente Fuentes compartió cartel en Madrid con Eduardo Borrego Zocato y con el infortunado Espartero aquella última tarde de su vida. 

No es de extrañar que congeniaran Blasco Ibáñez y Antonio Fuentes, pues el sevillano se hizo un lugar en la historia de la Tauromaquia por su saber estar en el ruedo y por el arte con que ejecutaba las suertes, particularmente las del segundo tercio y el novelista valenciano fue siempre un ferviente adorador del arte, allá dónde éste se hallara. Creo sinceramente que fue precisamente Fuentes quien más instruyó a Blasco en todo lo relativo al mundo de los toros cuando éste estaba preparando su novela.

Hay una curiosa coincidencia que podría sugerir una bonita aunque indemostrable hipótesis: ¿Es “Sangre y arena”  un velado homenaje a Antonio Fuentes, a modo de valioso obsequio arrojado al paso del héroe triunfante después de una gran faena? No olvidemos que, como se ha dicho, la novela se escribe y publica en 1908, año en que Fuentes se retira por primera vez de los ruedos. Abona la idea el hecho de que sea Fuentes el único espada del momento que aparece citado por su nombre en esta obra. Hasta cinco veces  es mencionado, siendo particularmente vívida y elogiosa la descripción de todo un segundo tercio de la lidia protagonizado por el sevillano. Sea como fuere, es todo un detalle.
Mucho aprendió nuestro hombre sobre el planeta de los toros, vertiendo esos conocimientos en su magistral novela.
Blasco escribe “Sangre y arena” después de una visita a Sevilla, donde ha ido con el propósito de empaparse del ambiente taurino que Valencia y Madrid no tenían (Allá en Andalucía era Gallardo el héroe, producto espontáneo de un país de ganaderías..., El torero estaba [en Madrid], para doña Sol, fuera de su marco. “Sangre y arena”, cap. 8) y en el que quiere enmarcar su relato.
 
Personajes principales del relato:
Juan Gallardo: El protagonista. Matador de toros sevillano. De origen humilde, poco conocedor del arte. Tremendista.
Doña Sol: Aristócrata. Viuda de un embajador y sobrina del marqués de Moraima. Mujer de mundo, caprichosa y voluble. Enamora al torero y lo conduce indirectamente al desastre. Un auténtico esprit fort.
Carmen: De origen humilde. La fiel y abnegada esposa del torero.
Personajes secundarios:
“Plumitas”: Bandido lanzado al monte por defender sus derechos como trabajador. Desmitificación del bandolero romántico tan caro a ciertos autores extranjeros.
“Nacional”: Peón de confianza de Gallardo. Jornalero del toreo. Republicano federal. El envés de Gallardo.
Dr. Ruiz: Cirujano jefe de la plaza de Madrid. Gran aficionado y alter ego republicano del autor.
Volviendo a Fabrilo, y sin entrar en excesivos pormenores, diremos que el matador valenciano, casado con Pilar Teruel, no fue precisamente un modelo de fidelidad conyugal – claro que, tampoco se esperaba otra cosa de un torero - , siendo la comidilla de toda Valencia sus amoríos con una jovencísima aristócrata, Constantina de la Figuera y de la Cerda, hija del gran aficionado valenciano y ganadero de bravo, D. José de la Figuera y de Pedro, marqués de Fuente el Sol.
La noticia corre como la pólvora por aquella Valencia antañona y provinciana, cantando pronto los ciegos coplas como esta:

Dicen que dice la gente.
Dicen que dice el silencio...
Dicen de amores y amores
De una bella y un torero.

Al mozo la deslumbra
El sol con sus cien reflejos,
Que otro sol lleva escondido
En el fondo de su pecho... 

El inicial devaneo fue tomando cuerpo, algo que les costó muy caro  a ambos amantes, pues a la enamoradiza damita su familia la desheredó y repudió, enviándola al extranjero y prohibiéndose incluso hablar de ella.
Voceando ahora los ciegos:

Pero su sol se ha ocultado...  
¡Fabrilo viste de negro!
Ya no le dicen adiós
Al pasar con el pañuelo...

El “sol” de Fabrilo, la doña Sol de Gallardo... una es hija de un marqués, ganadero por más señas, la otra, sobrina de idéntico título, ganadero también... ¿mera coincidencia...?
Si a doña Constantina aquel amor le costó la ruina y la muerte civil con respecto a su familia, el precio que tuvo que pagar Julio fue el máximo que se puede pagar: la vida, pues habiendo tomado partido el público valenciano por su abandonada esposa, no le pasaba ni una, tanto al hombre como al torero, obligándole a exponer más de lo razonable cuantas veces pisaba la arena.
Esto ocurrió en la plaza de Valencia en grado superlativo aquella infausta tarde de un ya muy lejano mayo de 1897. Julio Aparici Fabrilo sucumbió ante Lengüeto con los palos en la mano, banderilleando, suerte en la que era un consumado maestro.
En la plaza de Madrid Manuel García Espartero cayó matando al miureño Perdigón en otra aciaga tarde de un aún más lejano mayo, pues fue en 1894. Curiosamente ambos fueron cogidos un 27 de mayo… ¿mera coincidencia…?

Dos héroes del pueblo cuya sangre empapada por la arena caliente de un coso taurino amalgamó Blasco Ibáñez, modelando con sus vigorosas manos ese inmortal monumento literario que es “Sangre y arena”.
En esta obra, el autor hace gala de un buen conocimiento de la historia y características de la tauromaquia, citando a célebres picadores de medio siglo atrás, poniendo de manifiesto que no sólo ha frecuentado tertulias de aficionados, sino que ha leído crónicas antiguas así como cuantos libros que sobre la historia del toreo se habían publicado hasta el momento, lo cual demuestra que no es una españolada para la exportación, como alguno de sus detractores aseveró, sino una obra dispuesta para satisfacer también al aficionado bien documentado.

Hallamos también una detallada descripción de ciertas plazas de toros españolas:

Recordaba las amplias plazas de Valencia y Barcelona, con su suelo blancuzco; la arena oscura de las plazas del Norte y la tierra rojiza del gran circo de Madrid… la arena de Sevilla era distinta de las otras: arena del Guadalquivir, de un amarillo subido como si fuera pintura pulverizada…

Las plazas con sus diversas arquitecturas, también influían en la imaginación del torero… eran circos de construcción más o menos reciente, unos de estilo romano [aquí estaría pensando sin duda en la plaza de Valencia, obra maestra de Sebastián Monleón, inspirada en el Coliseo romano], otros árabes, con la banalidad de las iglesias nuevas, donde todo parece vacío y sin color. La plaza de Sevilla era la catedral llena de recuerdos, animada por el roce de varias generaciones, con su portada de otro siglo [alude aquí a la Puerta del Príncipe, concluida en 1765] – del tiempo en que los hombres llevaban peluca blanca – y su redondel de ocre que habían pisado los héroes más estupendos.
Allí los gloriosos inventores de las suertes difíciles, los perfeccionadores del arte, los campeones macizos de la escuela rondeña, con su toreo reposado y correcto; los maestros ágiles y alegres de la escuela sevillana…  (Cap. 4)

Hay también una descripción de una faena ayudada por los capotes de los subalternos: el espada vio a su lado al Nacional y algunos pasos más allá a otro peón de la cuadrilla, pero no gritó ¡Fuera too er mundo!… Los capotes de los dos peones ayudaban al espada en sus pases. La fiera agitábase con aturdimiento entre las rojas telas, y apenas acometía a la muleta sentía el capotazo de otro torero atrayéndola lejos del espada… (Cap.7), algo muy frecuente en aquellos – y anteriores – tiempos e inaceptable hoy.

Igualmente evidencia la eterna rivalidad entre el toreo andaluz y el de otros toreros del resto de España, principalmente de Madrid (¿picaba en Madrid aquello de De Despeñaperros pa abajo se torea; de Despeñaperros pa arriba se trabaja?):

En ciertos cafés de la Puerta del Sol, donde se reunían otros aficionados de clase más modesta, no se atrevía a entrar [Gallardo]. Eran los enemigos del toreo andaluz, los madrileños netos, amargados por la injusticia de que todos los matadores fuesen de Córdoba y Sevilla, sin que la capital tuviera un representante glorioso. El recuerdo de Frascuelo, al que consideraban hijo de Madrid, perduraba en estas tertulias con una veneración de santo milagroso…. Los había de ellos que en muchos años no habían ido a la plaza, desde que se retiró el “Negro” [mote por el que también se reconocía a Salvador Sánchez Frascuelo]. ¿Para qué? Contentábanse con leer las reseñas de los periódicos, convencidos de que no había toros, ni siquiera toreros desde la muerte de Frascuelo. Niños andaluces nada más; bailarines que hacían monadas con la capa y el cuerpo, sin saber lo que era recibir un toro. (Cap. 8).

Se describe, de manera hiperrealista el primer tercio de la lidia y lo que hay tras él.  (Cap. 9)
Narra un quite de Gallardo en el que – es la tarde de su muerte y ya no sabe qué hacer para congraciarse con el público hostil – éste se acuesta ante el toro, algo que hizo Fabrilo en la plaza de Valencia la tarde del 10 de noviembre de 1895 ante el toro Chiclanero de Veragua (Cap. 10). 

Resumiendo, diremos que el mensaje que Blasco pretende transmitir por medio de su novela lo expresa por boca de Plumitas, el bandido:

Porque usted no negará Sr. Juan, que aunque usted sea un personaje y yo un desgraciao de lo peorcito, los dos somos iguales, los dos vivimos de jugar con la muerte.

A los dos les ha empujado a esa situación la miseria debida a la injusticia social, lo que le hace ver con simpatía a ambos personajes, descargando la culpa primero en los poderosos y después en el público que soporta y perpetúa la situación: La gente parecía gozarse en su terror [el del torero en un momento de aflicción], con la valentía intransigente del que se halla en lugar seguro (Cap. 9)  

“Sangre y Arena ” y el Cine
Blasco Ibáñez se siente tan satisfecho de “Sangre y arena” que no duda en proponer su adaptación al cine, situándose así entre los primeros  en reconocer la naturaleza artística del nuevo medio, ocupándose personalmente en tareas de dirección de la película junto con el francés Max André en 1916, rodándose en Sevilla, Granada y Madrid, iniciándose ahí y entonces una notable serie de versiones, siendo una de las más nombradas la de Fred Niblo, de 1922,  con Rodolfo Valentino como protagonista. 

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928)
Hijo de aragoneses, Vicente nació el 29 de enero de 1867 en la calle de la Jabonería Nueva, en el barrio del Mercado. Sus padres tienen una tienda de ultramarinos. Fue bautizado en la parroquia de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, los bien avenidos Santos Juanes, como se les conoce en Valencia.
Se le impone el nombre de Vicente como reconocimiento hacia la madrina, Vicenta Martínez, tía de la madre, con quien ésta se había criado. Era, desde muchos años atrás, doña Vicenta ama de llaves del conocido librero y editor Mariano de Cabrerizo, aragonés como ellos.

Los padres eran gente más bien conservadora y apegada a la iglesia, pero, a pesar de ello, pronto mostró el pequeño Vicente una irreprimible tendencia a la disconformidad y oposición activa al orden político-social imperante. Aunque él lo que quería era ser marino, sus padres y el director del Instituto donde estudió el Bachillerato lo disuadieron, inclinándose, con el tiempo, por la carrera de leyes, la dels homens que governen, como, ya escritor, él mismo puso en boca de uno de los personajes de sus novelas.

En la Universidad de Valencia trabó amistad con otros jóvenes que, andando el tiempo, tuvieron un papel destacado en la vida valenciana y nacional, entre ellos Rafael Altamira, José y Luis Morote, Francisco Martí Grajales y Eduardo Jiménez Valdivieso. El joven Blasco estaba metido en todo, incluso formó parte de la Estudiantina de su facultad, pero, sobre todo, conoció de primera mano la intensa vida intelectual y política de la Valencia de los ochenta. Lee, discute, se enfrenta en la calle a las fuerzas del orden cuando hay algaradas y… escribe. Así, aparece su primera narración, “La Torre de la Boatella”, escrita en valenciano y publicada en el “Almanaque” de “Lo Rat Penat” de 1883. Ya no pararía de escribir y publicar en lo que le restó de vida.      

El 23 de octubre de 1888 termina Derecho, carrera a la que no concederá demasiada importancia, llegando a decir, después de haberla ejercido durante un tiempo: Yo, que soy abogado por ser algo, procuro no acordarme de lo que soyes una profesión que no me gusta; es árida, detallista. Espíritu inquieto, se acerca a la masonería, siendo iniciado en la logia “Unión” de Valencia el 3 de diciembre de ese mismo año, adoptando el republicanísimo nombre de Danton. Unos meses mas tarde, en junio de 1889, aparece “La Bandera Federal”, siendo Blasco su director. Sólo tiene veintidós años. A partir de ese momento comienza una frenética carrera política en la que el valenciano figura siempre en cabeza: algaradas, manifestaciones, persecuciones, prisiones, exilios, etc., todo un rosario de aventuras que forjarán tanto al político como al escritor que siempre lleva dentro.

Miembro importante del republicano Partido Federal, que lidera Pi y Margall, va distanciándose con el tiempo de las posiciones ponderadas y legalistas del viejo maestro, desarrollando una línea revolucionaria que le hará romper con el partido, fundando otro con el nombre de “Unión Republicana”. Entre tanto, ha creado un periódico, “El Pueblo”, azote de conservadores y republicanos tibios, comenzando a escribir para el diario una serie de folletines que devendrán importantes novelas: Arroz y tartana, Flor de Mayo, Cuentos valencianosLa Barraca. Seguirán muchas otras y cientos de acerados artículos de corte político y social que le llevarán más de una vez a presidio. Será también diputado a Cortes desde 1898 a 1907.

Nos hemos detenido bastante ante la figura de Blasco Ibáñez, pero ello no se debe únicamente a que sea el personaje mas universal que ha dado Valencia, sino también a su posición ante la Tauromaquia.
Más de uno ha manifestado que Blasco abominaba de la fiesta de los toros, hasta que era decididamente antitaurino. Nadie mejor que él mismo para dejar bien clara su opinión. La expresa a través de un artículo publicado en “El Pueblo”, fechado el 6 de junio de 1900 y titulado “Brutalidad universal”:

 No me entusiasman las corridas de toros. Sólo de tarde en tarde, acompañando a algún extranjero como forzado cicerone suelo ir a la plaza. Y no me gusta esta fiesta por lo aburrida y monótona que resulta. Ver matar una res vacuna por un mocetón vestido de seda y oro como los curas en misa mayor y al son de una música, es un espectáculo bueno para ser visto una vez. Al repetirse tres o cuatro veces en dos horas, me domina el mismo fastidio que si pasase la tarde en el matadero viendo dar la puntilla a reses y más reses, sin música ni brillantes uniformes en los matarifes.

Pero si para mí resulta aburrido el espectáculo, no por esto dejo de reírme de todos los que lo anatemizan en nombre de la civilización, diciendo que es escuela de brutalidad y causa principal de la decadencia de nuestro pueblo. ¿Y las carreras de caballos de los franceses? ¿Y los boxeadores de Inglaterra y Estados Unidos? ¿Y las riñas de gallos de Bélgica? ¿Y la borrachera monstruosa y horrible convertida en institución en todos los países del Norte?...

El país que esté libre de diversiones brutales, vergüenza de la especie humana, que avance y diga cuanto quiera contra las corridas de toros, que aunque para mí y para muchos son monótonas, siempre resultan mas entretenidas y mas artísticas que ver correr jamelgos, deshacerse la cara a puñetazos dos gordos imbéciles o rasgarse a espolonazos unos gallos asquerosos de trasero pelado…Si alguna distinción debe hacerse dentro de la universal brutalidad que ésta sea a favor de las corridas de toros, por ser el espectáculo menos peligroso para el público, ya que nadie se arruina con ellas, ni hay suicidios como en las carreras de caballos, donde los jacos se llevan entre las patas las fortunas de las familias y tal vez el honor.

Aunque sus contundentes palabras no necesitan aclaración, no estará de más recordar que: 1) va a la plaza de tarde en tarde y en calidad de cicerone, o sea, que conoce cumplidamente el espectáculo cuando se siente capacitado para informar a otros sobre sus particularidades. 2) Las corridas de toros no le entusiasman, es decir, no se considera un aficionado,  pero tampoco las condena, calificándolas más bien de artísticas. 3) Le resultan aburridas y monótonas. Nada más. 4) No cree, como algunos intelectuales del momento – la debacle del 98 está aún muy próxima – que los toros sean la causa o una de las causas de la decadencia de España y 5) No ignora los derechos de los animales, como se puede comprobar si se lee el artículo en su totalidad.

El escritor,  haciendo honor a su condición de ilustrado y progresista, está por la erradicación de todo espectáculo violento, pero de todas las sociedades, y más si se trata de las llamadas cultas y civilizadas; aunque, profundo conocedor de la naturaleza humana, dirá por boca del doctor Ruíz “ángel de la guarda” de la torería andante y republicano hasta las cachas

“Por eso yo, que soy revolucionario en todo, no me avergüenzo de decir que me gustan los toros… El hombre necesita del picante de la maldad para alegrar la monotonía de su existencia. También es malo el alcohol y sabemos que nos hace daño, pero casi todos bebemos. Un poco de salvajismo de vez en cuando da nuevas energías para continuar la existencia. Todos gustamos de volver la vista atrás, de tarde en tarde y vivir un poco la vida de nuestros remotos abuelos. La brutalidad hace renacer en nuestro interior fuerzas misteriosas que no es conveniente dejar morir. ¿Qué las corridas de toros son bárbaras? Conforme; pero no son la única fiesta bárbara del mundo, la vuelta a los placeres violentos y salvajes es una enfermedad humana que todos los pueblos sufren por igual.
 
Este es el Blasco Ibáñez que, años más tarde, aceptará de buena gana, como parte del homenaje que le tributaron los valencianos a su vuelta de los Estados Unidos, honrar con su presencia la corrida de toros celebrada en su honor el 19 de mayo de 1921, recibiendo en ella, emocionado, aquel sincero brindis que un también emocionado Manolo Granero, de azul celeste y azabache, le dedicó en lengua valenciana:

“Brinde la mort d’este bou al meu paisà D. Vicent Blasco Ibanyes, gloria i honra de València y de les lletres espanyoles “
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