Alcalde Me Mérida, Dr. Léster Rodríguez
Discurso pronunciado por el Dr. Alfonso Ramírez con motivo de la firma del Decreto del Alcalde del Municipio Libertador del Estado Mérida Dr. Lester Rodríguez en el cual se declara Patrimonio Histórico y Cultural las corridas de toros y los toros coleados. "...Aquí están presentes esclarecidos representantes de la tauromaquia española, embajadores de la Dinastía Bienvenida que vienen al continente americano para traernos su palabra solidaria en esta hora de aleves intimidaciones. A ustedes les pedimos, ilustres visitantes, que digan en Colombia, en México, en Ecuador, en Perú, y lo repitan cuando vuelvan a su patria, que, como acaba de declararlo oficialmente nuestro Alcalde, la fiesta de Venezuela es la fiesta del toro, porque nos llena el corazón, pero de sangre nuestra, no la del toro, que es el símbolo con que los venezolanos nos mostramos al mundo..."Alfonso Ramírez / Cronista de la ciudad de Tovar
Estamos aquí, en la ciudad de los universitarios, donde se busca la ciencia y por lo tanto la verdad. A ésta se llega despejando las sombras con la linterna que alumbra los diversos pareceres, sin descartar ninguno. Una palabra compendia el clima propicio para descubrir la verdad: la tolerancia.
Los enemigos de las corridas están en su derecho de querer más a los animales que a la gente; pero también les han declarado su enemistad a los prójimos que no comparten sus perjuicios. Los que somos amigos de las corridas respetamos sus gustos, pero les pedimos que respeten el nuestro, y les decimos: Ustedes parten de una premisa falsa, pues ignoran que nosotros somos amantes de los toros bravos: los cuidamos, por lo mismo que los admiramos, los alimentamos, los fotografiamos, les ponemos nombres, les hacemos estatuas, elogiamos su imagen por la radio y la televisión, recalcamos su valor y nos rendimos ante su nobleza. Ustedes, en cambio, al pretender privarlos del objeto para el cual ellos sirven, lograrán exterminarlos. Su índole natural es la bravura y ustedes quisieran cambiarla por la mansedumbre de los animales domésticos, por la timidez de las gacelas que huyen cuando ven al hombre, por la saña de las hienas traicioneras, por la astucia de los zorros. Ustedes son libres de odiar al toreo y nosotros somos libres de defenderlo.
Porque los animales se hallan al servicio del hombre, como dice la Biblia, y no están destinados a los escaparates de exhibición; porque hablamos español y no lenguas nórdicas; porque nosotros nacimos no en moradas de hielo, como los esquimales, sino en casas soleadas de los Andes y el trópico; porque amamos a los animales pero más amamos a la gente, defendemos una afición que heredamos de nuestros abuelos, y no podrán desviar nuestras preferencias ancestrales para que formemos alharacas por la muerte de un toro. La pintura se realza en la estampa del diestro frente al toro; la armonía de la música surge del pentagrama que se adivina en su capa torera. Las plantas y los animales pueden y deben ser objeto de protección, pero no sujetos de derechos, porque éstos derivan de la voluntad, no del instinto. ¿Los proyectistas de la ley anti taurina le atribuyen voluntad a un toro? Entonces tendría deberes, como cualquier persona. Y alegan que todos los animales nacen iguales. ¿Igual un león a un cordero?, ¿un gavilán a un pollo?, ¿un gato a un pajarito? Si hay que proteger a todos los animales, ¿por qué no adoptan en sus sociedades protectoras a los microbios, los zancudos, las ratas y las lombrices?
Para entender el arte hay que tener un mínimo de conocimientos, y los enemigos de las corridas están recubiertos por un denso barniz de incultura. No es de extrañar: la gente culta no es intolerante. Y si nos privan de las corridas tendrán que condenar a Uslar Pietri, quien fue revistero taurino; a Miguel Otero Silva, quien viendo torear a El Cordobés le escribió un soneto de admiración; a Andrés Eloy Blanco, que en un corrido llanero vio la llanura venezolana como una inmensa plaza de toros:
“Ni Madrid ni Barcelona tienen un coso como éste, con patio de matadores y ruedo de arena verde, barreras de azul marino, tendidos de azul celeste. Juntos los pies, en los medios, que se mece y no se mece, la palma rehiletera rebosando rehiletes. Burladeros de apamates, divisas de araguaneyes y en el bucare encendido el palco del Presidente.
Qué tiempos y qué corridas pasaron por este ruedo, con nobles toros de España que toreaban mis toreros; qué toros de Vistahermosa, del Colmenar y Vazqueños, con el hierro de Castaños, de Palafox y de Riego, qué encierros y qué faenas, qué toros y qué toreros!.
Tendrán que sepultar otra vez a Pedro Beroes, dueño y señor de la crítica literaria y de la tauromaquia; tendrán que quemar cuadros de Reverón, quien pintó toros. Tendrán que cerrar iglesias, para que no vuelvan a oficiar misas taurinas ni a bendecirse plazas de toros. Tendrán que purgar el Diccionario de la Lengua Española y reducir en altísimo porcentaje el número de las palabras que hablamos. Tendrán que clausurar en Tovar la Banda “Don Emilio Muñoz”, que en cada retreta toca dos pasodobles taurinos, con pasodobles preside la procesión de la Virgen de Regla y con pasodobles acompaña los entierros. Cuando el Alcalde de Mérida proclama mediante un decreto que las corridas son un patrimonio cultural de Mérida, no está inventando nada: está reconociendo una verdad. Porque aunque el decreto no existiera, ya los merideños, desde hace doce generaciones, han hecho suyas las corridas, tan suyas como las paraduras, como los bailes de San Benito, como las Cinco Águilas Blancas que don Tulio puso a volar sobre sus picos nevados, como la neblina que Picón Salas vio que cubría esta ciudad con su cendal de frío, como el canto del que conduce el ganado y que embruja hasta los toros bravos. ¿Cuántos fueron los que anteayer rodearon la sede de la Alcaldía y paralizaron la avenida? ¿Y cuántos son los que en estos días llenan la plaza de toros? Ciertamente, el patrimonio cultural no se cuenta por números; pero es que contra él han pretendido hacer valer los números, es decir, no la calidad, que es la medida de la cultura, sino la cantidad, que es la medida de la fuerza. En todo caso, ellos suman una pequeña minoría, a la que soliviantan unos “pintores sin tierra en el pecho”, como los llamó el Poeta, quienes han apelado al “pincel extranjero” para que sus alumnos lloriqueen por la lidia de un toro, en una época en lo que se necesita es oponerse a los abusos que se ciernen incluso sobre sus propias aulas, y no andar traicionando la predilección de sus abuelos por la fiesta brava que, según lo observó Rousseau, impregnó de reciedumbre su carácter. Señor Alcalde: El decreto es lo de menos; lo importante es que usted, como llanero, reivindica los toros coleados, y como merideño, coloca en su puesto las corridas de toros. ¿Se han fijado ustedes que en Venezuela han sido los gobiernos despóticos los que le han puesto trabas a la lidia de los toros? A principios del siglo XX prohibieron dos veces las corridas; pero esta tradición, que nos vino de España junto con el idioma, la religión y las malas palabras, se ha impuesto sobre la malquerencia que pudre por dentro a los que pretenden convertir este país andino y tropical en una nación de sangre hiperbórea. Y las tradiciones no se borran con leyes, dijo una Ministra de Cultura de España. La más antigua fiesta nacional de Venezuela es la de los toros. Empezó es el siglo XVI. El fútbol y el béisbol llegaron en la pasada centuria. Y las fiestas patrióticas no tienen sino dos siglos de existencia. Es un criterio nazista el que empuja a anonadar una porción de la humanidad, la que defiende la pervivencia del toro bravo; porque esa gente inculta empieza exigiendo el exterminio de estos cuadrúpedos y termina pidiendo “triturar” a los bípedos. Señores reconcomidos por su fobia contra las corridas: No fueron los toreros; fueron sus maestros nazis los que sacrificaron el toro de Guernica.
En Cataluña los anti taurinos, como no pudieron hacer efectiva la deuda que les niega la Constitución Nacional, se la cobraron a los toros. La tolerancia por las predilecciones de cada cual es una de las grandes conquistas de la civilización; ¡y los plañideros del animalismo están empeñados en que quienes no somos tristes los acompañemos a gemir con ellos sus cancamurrias! El 2 de agosto de 1998 publicó el diario Frontera, de Mérida, un artículo de la periodista Susy García, que sintetiza los reparos de los anti taurinos. A ella no le importa que la raza del toro bravo se extinga, pues sostiene que el toreo “es un espectáculo que no reporta ningún beneficio para el crecimiento espiritual del hombre”. Y ¿cuál es el beneficio que reportan unos cohetes que estallan en el aire celebrando un regocijo? ¿Cuál la contemplación de una pintura? ¿Cuál escuchar una serenata? ¿Cuál leer el Quijote o un soneto de Quevedo?
Dice además Susy: “una corrida de toros es una técnica de tortura prolongada, infringida a un animal mamífero capaz (como los humanos) de sentir dolor”. Y agrega: “el torero se enfrenta al toro cuando éste está destrozado”. Sería bueno que Susy prestara atención al doctor Illera, jefe del Departamento de Fisiología Animal de la Universidad Complutense, quien, luego de detenidas investigaciones y de incontables pruebas de sangre, afirma que el toro de lidia es el único animal que no huye, sino que embiste, cuando le provocan dolor, y que el estrés que sufre al ser trasladado de su hábitat desaparece al salir al ruedo. Y dice más Susy: que el toro es miope, daltónico, torpe, ingenuo y manso. ¿Miope y manso? ¡Que vaya Susy a la dehesa donde pace el toro, a ver si éste no la ve y si ella no se convierte en un diestro de la corrida que emprende! Estamos de acuerdo con Susy en que un bajonazo con efusión de sangre habla mal del remate de una faena y en que el toreo no es un deporte. En lo único que se parece al deporte es en el entrenamiento físico que requiere el lidiador. Porque es mucho más: es, en palabras del filósofo Juan Nuño, “el rito de ofrenda personal por medio del cual el hombre aprende a enfrentarse al terror y a la muerte para triunfar sobre ellos y afirmar su humana condición”.
Perdona Susy el boxeo, ya que según ella, se produce “en igualdad de condiciones”. No le preocupa la vida del boxeador, porque es un hombre, y por lo mismo tampoco la del torero, que muchas veces muere de una cornada; le preocupa la vida del toro, porque es un animal. Su compasión se dirige a un animal que pasta a sus anchas en el vasto campo acondicionado para él, y no al perro encadenado o al recluido entre cuatro paredes, ni al ave canora metida en una jaula, ni a la langosta sepultada viva en agua hirviendo, ni al cerdo que debe ponerse en dos patas para alcanzar la comida, ni a la gallina a la que la cría industrializada mantiene encerrada y no la deja dormir. Los protectores de las sociedades protectoras de animales son tan compasivos como aquel general que tenía una finca en una aldea de Guaraque y que un día mató allí a un hombre, y él mismo mandó a un muchacho de la finca, Sinforiano (quien me contó el episodio), con el fin de comprar en el pueblo café, velas y cacao, para hacer el velorio. Durante éste el general vertió lágrimas, le rezo el rosario al muerto y le besaba la barriga.
Y se llaman a sí mismos defensores de la naturaleza. ¿Y es que los toros bravos se crían en otro planeta? ¿No es precisamente en tierras fértiles, con agua y pastos abundantes? Esto es lo que nunca hacen quienes se dicen protectores de los animales. Su ecologismo se vuelve ecocidio, pues pretenden inmolar los ejemplares más hermosos del reino animal en el altar hipócrita de su santurronería.
Hay partidarios de las corridas que, sin embargo, las niegan como manifestación artística; pero es que sólo admiten la función pura del espíritu como creador principal de la belleza. Esto lo que significa es que el toreo no es un arte recóndito, como la poesía intimista de Juan Ramón Jiménez, sino abierto, como los romances gitanos de García Lorca. Giovanni Papini pone en boca de este gran poeta lo siguiente: “El torero, con su inteligencia pronta y despierta, con la ligereza de los movimientos rápidos y elegantes de su cuerpo, supera, vence y derriba a la masa membruda, ciega y violenta del toro” “Si los humanitarios y puritanos extranjeros, que suelen ser de inteligencia limitada, fueran capaces de profundizar el verdadero secreto de la tauromaquia, juzgarían de manera diferente nuestras corridas”.
En esta ciudad universitaria, el 1º de diciembre de 1929 los bachilleres de la Universidad, organizados en dos cuadrillas, torearon una “gran novillada benéfica” bajo la presidencia de Roberto Picón Lares, hijo de Gonzalo Picón Febres. Ellos comprendían este sentido trascendente que tiene el toreo: Hay arte genuino, que no se queda en el pausado ir y venir de las verónicas, ni en los lentos naturales, que son como una espaciosa convocatoria de la muerte, sino que de la arena ascienden al cielo, como las plegarias de los místicos, desprendidas de la tierra de las estrofas sobrecogedoras de San Juan de La Cruz y de Santa Teresa. Los taurófobos no entienden del arte sino lo primario. Creen que la madera que proporcionan los árboles sólo sirve para hacer puertas y ventanas y se olvidan que con ella también se fabrican violines. Si miran un cuadro en un museo, lo que aprecian es el marco que lo contiene; si escuchan la obertura “1812”, de Chaikovski, lo que les llama la atención son los cañonazos; si contemplan las estatuas de los que montan a Rocinante y al rucio en la Plaza de España, apenas se fijan en el burro; si bailan un joropo u un aire flamenco, se conforman con el zapateo; si van a comerse un huevo, se lo tragan crudo; si presencian una corrida, miran de soslayo al toro y sólo atienden a la espada en la diestra del matador, a la que confunden con el puñal del matarife. ¿Será por esto que a ellos los consuela el toreo interruptus de los portugueses? Desde su exilio le escribió Andrés Eloy Blanco a Mario Briceño Iragorry, evocando los grandes mítines en el Nuevo Circo: “Quién sabe cuándo volveremos a torear en esa plaza; no por el público, sino por el encierro”. El encierro no ciñe otra vez con sus cadenas, que nos aprietan cada día más, empezando porque el Nuevo Circo dejó de ser plaza de toros. Igual quieren hacer con la de Mérida, con las de San Cristóbal, Maracay, Valencia y Maracaibo, con el Coliseo de Tovar y con todos los cosos venezolanos. ¡Tenemos que hacerles frente a los que propician la hecatombe de los toros de casta! Porque los de la manía anti taurina, como cuentan con apoyos oficiales, están llevando a la práctica su “ignorancia agresiva”, como la llamó Ortega y Gasset; en tanto que ha habido debilidad del lado de acá. Apelo a la firme resolución de ustedes, para que actúen con energía y les demuestren que el pueblo no está dispuesto a impedir que los enemigos jurados de las corridas cumplan su amenaza.
En efecto, para que tenga éxito la defensa de las corridas es necesario que éstas no se desvinculen del pueblo que las hizo suyas; porque si al hombre de la calle lo alejan de su espontánea afición por los toros, la lucha contra los anti taurinos se va a convertir en una justa entre dos encopetados caballeros, y los de a pie asistiremos a ella como simples espectadores. Acercándose a la muchedumbre, empresarios, ganaderos y toreros no deben conformarse con presentar corridas caras: deben también patrocinar novilladas asequibles a todos.
Los aquejados del cólera tauro fóbico tratan de ridiculizarnos, pero el ridículo lo hacen ellos. En paredes de varias ciudades hay grafitos donde aparece un toro embanrerillando a un payaso. Se nota que el toro es más inteligente que los anti taurinos; por lo menos sabe poner banderillas. La inteligencia de estos dibujantes nos trae a la memoria la del animador que dijo en una ceremonia solemne: “Ahora vamos a escuchar un minuto de silencio”. Nosotros no necesitamos afear los edificios de la ciudad con caricaturas: a nosotros nos basta reproducir la fotografía de El Juli toreando en la plaza de Lima o la estampa de muchas faenas toreras que han pasado a la historia; a nosotros nos basta mostrar los cuadros de célebres pintores que han plasmado en el lienzo la belleza de un lance de capa o de muleta; a nosotros nos basta señalar la estatua de César Girón, gloria de Venezuela; a nosotros nos basta recitar unos versos toreros o bailar y cantar un vibrante pasodoble.
No. Nosotros jamás le pondremos banderillas a un hombre, y se éste se las pone al toro es porque este animal viene a recordarle al hombre que tiene una existencia que va más allá del puro vivir. Ningún otro animal puede cumplir esa función: es el toro el que, ante la presencia del hombre, lo embiste de frente; pero el hombre no huye: también lo enfrenta y lo hace él solo, pisando la arena, con un trapo en las manos como única arma. La furia del toro se acrecienta cuando el hombre lo arpona, y éste vuelve a jugarse la vida con el respeto que le infunde un enemigo noble. ¿Cuál de los dos triunfará? Si el que triunfa es el toro, ha ganado el instinto; si el victorioso es el hombre, se ha impuesto aquello que creó la civilización y la cultura, aquello por lo que tanto ha luchado el hombre desde que aprendió a erguirse sobre sus plantas. No es tortura, señores, lo que incita a ver un combate en el que ambas partes pueden perder; porque la intención del torturador es hacer daño, impulsado por la venganza o por el odio. ¿Ven crueldad en nuestros ojos? Lo que hay en ellos es la angustia que sentimos por qué no se pierda el destino que se advierte en el hombre al aparecer sobre la tierra, que es el de asignarle a la tierra una misión que sea algo más que la de permitirnos vivir en ella. De lo contrario prevalecerá el instinto, el que la tierra le da al toro, y se lo da para que, si el hombre lo hiere, arremeta de nuevo…. Hasta que el hombre haga uso de la espada y, al cortarle la vida al toro, cortará todo lo ruin que quede de sí mismo. No es crueldad lo que nos mueve cuando vemos una corrida; ¡entiéndalo, por caridad, anti taurinos que nos calumnian cada vez que nos pintan poniéndole banderillas a un hombre! Y si claváramos en él las banderillas, sería como clavarlas en una cruz levantada en lo más alto de un calvario desde el cual se domine el universo entero.
Señores: Las normas morales y las jurídicas son leyes que rigen entre humanos. Como la prohibición de las corridas no deriva de una ley moral, cuya sanción radica en la conciencia de cada persona, en Venezuela intentan convertirla en una norma jurídica, con el propósito de respaldarla en la fuerza. La moral del aficionado taurino es violentada apelando al Derecho, y así a ellos no les importa que éste sea un Derecho inmoral. Pero las normas jurídicas las promulgan los Estados, y nosotros, los defensores de la fiesta brava, nos sumaremos al pueblo, que es en definitiva donde reside el poder del Estado, para atajar el peligro de un instrumento legal atentatorio contra la voluntad popular. ¡Lucharemos por retirar esa ley anterior a las cavernas!; porque fue en las cavernas donde por primera vez, mucho antes que Goya y que Picasso, fue pintado el bisonte, como un homenaje del hombre prehistórico al toro de su época.
¡Elevemos esta conquista cultural, que es la lidia del toro, a la altura del arte que lo pinta, de la ciencia que lo estudia, de la libertad que nos hermana! Entremos en las plazas de todo el país, para defenderla; salgamos de las plazas a las calles y a las escuelas, para proclamarla con la pasión que no da esta fe que arranca de lo más profundo de nuestras convicciones; vayamos en auxilio de los que en otros países encaran, igual que nosotros, esta nueva inquisición, que mira como si fueran brujas a las mujeres que van a las corridas; marchemos, como lo han hecho los ecuatorianos, unos vestidos de luces y otros con sus humildes trajes, en una procesión que sólo puede detenerse cuando se venga abajo esa execrable violación de nuestras libres preferencias; porque si no lo hacemos, mañana querrán imponernos los caprichos de los que no piensan, que son los que dejan que otros piensen por ellos. ¡Enfrentemos esa mafia fanatizada que nos ha declarado la guerra! ¡Convirtamos las muletas y los capotes en banderas de libertad!
Aquí están presentes esclarecidos representantes de la tauromaquia española, embajadores de la Dinastía Bienvenida que vienen al continente americano para traernos su palabra solidaria en esta hora de aleves intimidaciones. A ustedes les pedimos, ilustres visitantes, que digan en Colombia, en México, en Ecuador, en Perú, y lo repitan cuando vuelvan a su patria, que, como acaba de declararlo oficialmente nuestro Alcalde, la fiesta de Venezuela es la fiesta del toro, porque nos llena el corazón, pero de sangre nuestra, no la del toro, que es el símbolo con que los venezolanos nos mostramos al mundo. Dr. Alfonso Ramírez.