Plaza de Toros de Quito
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Toros y Libertad
Francisco Febres Cordero
No fue el mío un alejamiento drástico, como el que exige, por ejemplo, el cigarrillo. En determinado momento y por las más diversas circunstancias, uno toma la decisión y deja de fumar. No va más. Lo que sigue es sudor, tormento, desquiciamiento ante una decisión que resultó impostergable.
Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre, necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la plaza unas veces y otras no llegué.
Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño, más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos. Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño (no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).
Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac! Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.
La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo restaurante para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no, dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.
Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo, confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras, Dominguín. Otras, Paco Camino.
Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!, me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me espesa de tensión, de nervios.
No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana. Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de la gloria.
¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador de una corrida.
Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre, necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la plaza unas veces y otras no llegué.
Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño, más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos. Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño (no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).
Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac! Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.
La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo restaurante para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no, dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.
Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo, confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras, Dominguín. Otras, Paco Camino.
Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!, me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me espesa de tensión, de nervios.
No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana. Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de la gloria.
¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador de una corrida.
Excelente artículo del Pájaro Febres Cordero!!! Nunca nada es más cierto ahora en mi vida!!
ResponderEliminarMaravillosamente cierto y hermoso!!!
ResponderEliminarRechazo que la "cultura" puesta al servicio de la crueldad mas vil justifique el maltrato animal..... despierta tu conciencia. Felicitaciones en la autenticidad y narrativa de tu articulo pero un analisis deja al descubierto que estas pasiones te dejan a merced del hedonismo, individualismo y otras superficialidades absurdamente banales. Te recomiendo que leas Tolsoy, Gandhi y Thoreau espero que sus letras iluminen tu razonamiento y tu conciencia.
ResponderEliminarSr. Anonimo hablando de eso tan horroroso de no andar en la manada a la cola del supremo, le recomiendo al hedonista, individualista y supericial Federico García Lorca...a lo mejor descubre una dimensión interesante...y ha! creo que algo le pasó en la dictadura de Franco!
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